martes, 2 de octubre de 2012

Hacerlo por nuestra cuenta I

En la actualidad, tener un empleo es una especie de don precioso que nos distingue de los demás, es casi como un símbolo de dicha, paz y bienaventuranza. El sólo hecho de “tener trabajo” nos confiere poder, seguridad y fortuna. Pero, ¿se han preguntado de dónde viene este “amor” por el trabajo? En efecto, procede de la industrialización y, más concretamente, del auge del capitalismo. A fin de analizar a detalle este fenómeno que se ha convertido hoy en día en un tema habitual, presentaré este artículo en varias fases.

El trabajo en la historia

En la Antigüedad, el trabajo estaba casi exclusivamente destinado a los esclavos. El hombre libraba batallas para conquistar territorios y pueblos y de esa manera asegurarse el sustento basado en el trabajo de los pueblos sojuzgados. Durante la Edad Media, la esclavitud persistió, aunque ya no como el recurso central para asegurar el bienestar, pues surgió la figura del siervo, dedicado a sostener y procurar al señor feudal y, por añadidura, a la comunidad. El trabajo, ese que hay que hacer de manera disciplinada y bajo un esquema medianamente definido, estaba destinado a los pobres, a las clases más bajas de la sociedad, ¡y ni hablar de los esclavos! Los siervos pues, representaron la fuente o por lo menos el origen del bienestar común, ya que en su esfuerzo y su trabajo se basó el desarrollo de todas las demás clases sociales.

El clero y los nobles se dedicaban unos al estudio y la espiritualidad —que ya es bastante trabajo— y otros al goce y al placer, a dirigir los destinos y las vidas de otros. Su posición y el don divino de la nobleza les confería un estatus privilegiado que debía alejarlos lo más posible del trabajo. Cuestión aparte eran los guerreros o los caballeros de épocas más avanzadas, ellos tenían conferido uno de los dones más estimados: el de la conquista y el poder. Sin embargo, es bien sabido que esta clase pasaba grandes periodos de tiempo inactiva, al menos mientras esperaba la siguiente batalla o era requerida por las clases dominantes como instrumento de poder. Fue durante la Edad Media cuando el guerrero de antaño, que representaba el poder y la mayor dignidad de los grupos sociales, se convirtió en un agente de cambio que no necesariamente habría de definir la historia por sí mismo, sino bajo la dirección y el interés de otros. Tanto socialmente como políticamente, el guerrero jugó un papel vital para la transmisión de paradigmas y la configuración de reinos y feudos, pero ya no como líder él mismo, sino como instrumento.

Pues bien, a finales de la Edad Media y principios del Renacimiento, nuevos roles comenzaron a surgir. Aunque durante el Renacimiento las clases se conservaron más o menos con roles similares, lo cierto es que los nuevos descubrimientos geográficos, los avances científicos y también el desarrollo artístico y de pensamiento[1], propiciaron la aparición de nuevos entes sociales; por ejemplo, el conquistador, el explorador que se aventuraba bajo el amparo de mecenas poderosos —pero ya no siguiendo a un grupo o comandado por un líder— para encontrar nuevas rutas o riquezas y ganarse la gloria; o el científico, el humanista, el pensador; un ejemplo muy claro está en Leonardo Da Vinci, quien vivió dedicado al estudio y al análisis de la esencia humana gracias también al mecenazgo, aunque ya no bajo la tutela o el gobierno de ninguna iglesia. Ninguna de estas figuras habría sido posible en la Edad Media. Para ser estudioso o ser un artista en dicha época era menester formar parte del clero y, para ser conquistador o explorador, era común haber nacido en una cuna noble para comandar ejércitos o, como los cruzados, haber dejado de lado todo para lanzarse a la aventura y la conquista junto con los grupos armados que otros comandaban, siempre al servicio de alguien más.[2]

De lado hemos dejado ese fenómeno vital para entender el valor social del trabajo y que a pesar de las luchas sociales, de los cambios que la humanidad ha experimentado y de la ruptura y creación de nuevos paradigmas, sigue estando presente en muchas formas de la vida cotidiana: la esclavitud. Sí, esa “sujeción excesiva por la cual se ve sometida una persona a otra, o a un trabajo u obligación”[3]. El mayor bien que una persona puede tener es su propio trabajo, cuando otros toman ese bien a pesar de la voluntad de alguien, entonces hay esclavitud. La esclavitud borra por completo la dignidad de una persona, le quita incluso su cualidad de persona al someterla a los caprichos de otro. Nacer esclavo o haber sido sojuzgado para convertirse en un esclavo, sigue siendo la peor tragedia que un humano puede vivir. Ahora sí, no es de extrañar que la guerra y el guerrero fueran vistos, al menos durante las tempranas épocas de la humanidad, como el símbolo del poder y de la bienaventuranza, ya que sólo el guerrero podía determinar el sojuzgamiento de un pueblo. 

Es al final de la Edad Moderna (siglo XV a siglo XVIII) donde está la clave del trabajo en nuestros días, ya que surgió una nueva clase social que dio forma y definió la historia: la burguesía. Con los descubrimientos y los avances tecnológicos y científicos, el mundo comenzó a valorar la economía como la verdadera rectora de sus destinos. Si bien ya desde la Edad Antigua, el comercio impulsó el desarrollo de civilizaciones, fue durante el Renacimiento cuando su auge fue innegable y ocupó el centro de las transformaciones sociales de la humanidad. Pues bien, con el impulso a la ciencia y al valor de la tecnología que la burguesía trajo consigo, surgieron nuevas formas de trabajo y el hombre dio paso a un paradigma de poder y de gloria: el progreso. En efecto, con la Revolución Industrial todo el panorama cambió y esa civilización occidental que se hizo con el poder comenzó a transformar de manera definitiva el curso de la historia.

La burguesía trajo consigo originales formas de entender el poder. Si bien en épocas pasadas el comercio ya era el centro del desarrollo social, con la industrialización surgió un fenómeno que, como un tren de vapor, revolucionó de manera vertiginosa a las sociedades humanas. Así, los territorios conquistados, el conocimiento y los descubrimientos que la ciencia trajo consigo, además de la relativa pacificación que los grandes imperios lograron, fueron los ingredientes esenciales para el nacimiento de esta forma de vida. La industrialización trastocó todas las esferas de la vida social del hombre y fue ahí donde el trabajo cobró un valor preponderante. Ahora, para ser libre o rector de su propio destino, el hombre ya no necesariamente debía haber nacido noble, pertenecer a un culto religioso que no necesariamente quería, seguir a un grupo de hombres armados en una expedición o tener el favor de una persona poderosa. Gracias a la industrialización el hombre común por primera vez en su vida tenía su vida en sus manos, su destino era suyo y de nadie más como en ningún otro momento. Nuevos hombres detentaron el poder: los empresarios capitalistas capaces de crear industrias y proveer de servicios y productos a la población, capaces de incidir en el curso político de las naciones. Así, al menos en teoría, las oportunidades se abrieron, porque el capital[4] se convirtió en el factor preponderante para lograrlo. Sin embargo, no todos lograron ser empresarios, así que pusieron su mayor capital al servicio de otros, a cambio de gozar del bienestar económico que la industrialización trajo consigo.  Fue así como surgió, con todo su poder, el capitalismo, es decir, el modo de vida basado en el intercambio y explotación del capital.

¿Y qué pasó con la esclavitud? En realidad, nunca quedó completamente abolida. Aunque durante los siglos XVII a XIX, muchas luchas sociales se gestaron en pro de la libertad y la igualdad —Revolución Francesa, Guerra de Secesión, luchas sociales de Latinoamérica, etc. —, lo cierto es que incluso hoy en día ciertas formas de esclavitud persisten. Durante la propia industrialización, los hombres que pusieron al servicio de los grandes empresarios su mayor capital, su trabajo, fueron en su gran mayoría vejados y sometidos, razón por la cual se originaron primero los grupos sindicales y después los regímenes comunistas: para proteger a los trabajadores de las condiciones de esclavitud a las que los empresarios muchas veces los sometieron.  

La Primera y Segunda Guerra Mundial son ejemplos de la forma brutal en que el capitalismo comenzó a regir la vida del hombre moderno. La primera surgió a raíz de la inconformidad de los grandes imperios con la repartición que hicieran del mundo y sus recursos, incluyendo, por supuesto, los humanos. La segunda surgió a partir de las consecuencias políticas y económicas de la primera y fue, durante esta guerra, cuando apareció un nuevo “nicho de mercado” global, además de la fabulosa explotación de hidrocarburos que empujó la industrialización en sus primeras fases: el comercio de armas e insumos para la guerra. Muchos consideran que fue gracias a ello que Estados Unidos de Norteamérica se colocó a la cabeza de las grandes naciones en el mundo. Hoy, la base de su economía sigue siendo ésta.

La siguiente fase histórica del trabajo, al menos el occidental, fue la Guerra Fría, una pelea entre un modo de vida y el otro: el capitalismo versus el comunismo. El comunismo establece la propiedad común de los bienes de producción, incluso del trabajo. Los ciudadanos dejan de ser esclavos de los poderosos para convertirse en dueños comunes de la propiedad y el capital. En regímenes como el soviético, incluso el trabajo era visto como un bien común. Era el Estado quien debía regir qué se haría con los medios de producción con que una nación contara.

En la actualidad, y luego de la caída del Muro de Berlín y el fracaso de la Unión Soviética como modelo comunista por excelencia, esta forma de gobierno se ha transformado. Cuba, Corea del Norte, Venezuela y China, mantienen formas de gobierno híbridas que actúan bajo principios rectores comunistas, pero abiertas al mundo capitalista.

Con la caída del Muro de Berlín, comenzamos a vivir una transformación radical y el surgimiento de una nueva sociedad: la sociedad globalizada. La revolución en los medios de comunicación globales y el auge de las nuevas tecnologías, dieron al hombre la capacidad de ubicarse y trabajar ya no sólo en cualquier parte del mundo, sino desde cualquier parte del mundo. Así, conceptos como competitividad y productividad se volvieron valores comunes al lenguaje del mundo globalizado y la sociedad se transformó de tal modo que hoy podemos decir que ya no son los gobiernos los que tienen el verdadero poder, sino la clase empresarial capaz de moverlo todo con su dinero.

El trabajo para el mundo es hoy el bien más preciado, la moneda de cambio y el símbolo del poder y la libertad por excelencia. Quien tiene la capacidad no sólo de descubrir y hallar nuevas formas de explotación de recursos y materiales, detenta el poder. De ahí que sea tan común en nuestra sociedad ver al trabajo como el mayor bien posible. Si hay trabajo entonces lo demás está bien. ¿Qué pasa con México?
 
 
Damiana
 

[1] No caigamos en errores comunes de estudio histórico. La Edad Media no fue una época de absoluta oscuridad y ceguera y el Renacimiento no necesariamente significó una “iluminación” absoluta para la humanidad. Lo cierto es que ambas épocas tuvieron paradigmas que las distinguieron.
[2] Mención aparte merece Rodrígo Díaz, el mio Cid, quien desobedeció a su rey, lo desafió y con ello rompió el paradigma del guerrero medieval.
[3] Esclavitud. Diccionario de la Real Academia Española. 01 de octubre, 2012
[4] Econ. Factor de producción constituido por inmuebles, maquinaria o instalaciones de cualquier género, que, en colaboración con otros factores, principalmente el trabajo, se destina a la producción de bienes (DRAE).

1 comentario:

  1. No tengo palabras. Me parece un excelente artículo. Gracias

    ResponderEliminar