Por era-del-Ser.
La barbarie no es solo aquella acción que implica golpes o maltratos, la barbarie no es ejercida únicamente por los aparatos de represión del Estado como la policía o los militares o los paramilitares (sea lo que sea que signifique tal cosa). La barbarie tiene diferentes caras, carices desconcertantes que se pueden mostrar aún en los momentos más agradables.
La barbarie tampoco es el privilegio de unos cuantos, la barbarie la podemos ejercer todos y, casi seguro, lo hemos hecho, aún cuando haya sido sin voluntad de dañar particularmente a alguien. El pueblo romano, aquel pueblo creador del Gran Imperio Romano que por más de cuatro largos siglos dominó una basta parte del mundo conocido de aquellos entonces, reconocía ya dos tipos de barbarie: la ferocitas era la barbarie dura, aquella que se consideraba inmanente a los pueblos bárbaros, aquellos que en sus incursiones destruían todo a su paso y causaban enormes mortandades. Este tipo de barbarie es la más evidente por el enorme daño material que provoca y el daño a las poblaciones pero, sobre todo, porque ese es uno de sus objetivos: ser evidente, imponerse a través de sus demostraciones de fuerza, fiereza y destrucción. En nuestros días, este tipo de barbarie, sería la asociada a la policía, los militares, la delincuencia organizada y todos aquellos organismos que el Estado utiliza para ejercer una acción represiva en contra de quien, justa o injustamente, se vuelve su objetivo.
Pero los antiguos romanos distinguían otra versión de la barbarie, ésta residía en el interior del mismo pueblo; no era una amenaza externa sino que era parte del comportamiento social de los ciudadanos del Imperio y, al gestarse dentro de la sociedad, era más difícil de detectar y, por lo tanto, podría llevar a cabo un daño social tan intenso y catastrófico que pusiera en peligro la misma existencia del mismo pueblo, del Imperio. A esta otra versión enquistada de la barbarie le dieron el nombre de vanitas. En ella, los latinos, veían encarnado el peligro de la debilidad, de la decadencia y de la inconsistencia. Era una barbarie blanda que podía deslizarse entre los intersticios de una sociedad y carcomerla hasta llevarla a su propia destrucción. Más adelante en el tiempo, el cristianismo, sopesando la peligrosidad de esta versión sutil de la barbarie, peligrosidad que radicaba más en el sigilo con que actuaba que en la violencia que ejercía, la incluyó en su libro máximo: La Biblia, en forma de los pecados de omisión.
En el México moderno y actual es la vanitas la que mayormente ha impedido nuestro crecimiento como pueblo. Los antiguos romanos tenían la razón al considerar la peligrosidad de ésta mayor a la de la ferocitas. La manera en que esta barbarie se apodera de un pueblo es sutil ciertamente, pero esto mismo la vuelve mucho más peligrosa. El “dejar de hacer”, el “permitir que las cosas sigan sucediendo” es lo que nos tiene en esta grave encrucijada. Aquella vanitas romana es la que alienta la violencia ejercida sobre todas aquellas víctimas de La Guerra de Calderón, Atenco, Acteal, Aguas Blancas, la APPO oaxaqueña y todos aquellos movimientos sociales que tratan de despertar, de su ya largo sueño, al pueblo mexicano. Aquellos que, sencillamente, son ignorados por los organismos encargados de impartir la justicia en México. La vanitas está detrás de la pobreza perenne de nuestros indígenas, está detrás de la eterna ignorancia que sufren desde las clases privilegiadas de nuestra sociedad, desde la cultura oficial que los convierte en elementos de atractivo turístico sin reconocerles su cualidad de nativos de esta nuestra nación. La vanitas se encuentra en los sistemas escolares que engañan a nuestros niños con una educación inservible e inoperante que los deja sin posibilidades de enfrentar una sociedad globalizada y neoliberal que exige que cada uno de sus ciudadanos produzca artículos para el comercio y que, a su vez, se vuelva cliente permanente de un mercado que nos rebosa de cosas sin valor y sin utilidad real para nuestro desarrollo como país.
La vanitas alienta y engrandece una industria de control y desinformación que llena las cabezas de sus incontables adeptos con pobrísimos dramas telenoveleros y talk shows (al estilo de los de Laura Bozzo y Rocío Sánchez Azuara) empeñados en socavar la moralidad de los televidentes, volviéndolos cada vez más permisivos. Pero, sobre todo, la vanitas se ha instalado en cada uno de los ciudadanos que preferimos cerrar los ojos a la verdad en lugar de asumir nuestra responsabilidad civil y volvernos un elemento de cambio, un cambio que ya nos urge, un cambio que tiene que llegar a cada uno de nosotros antes de que enfrentemos un destino fatal, aquél que enfrentó el antiguo Imperio Romano: la destrucción y el desmoronamiento de nuestra sociedad.
¿Qué tal durmió FCH? (X)


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