lunes, 1 de octubre de 2012

La Pertinencia Social del Teatro en la Ciudad de México



De nuevo tomo prestado un texto de mi amigo A.M. que habla sobre la importancia que tiene el teatro con modos de producción social para poder atacar varios problemas de nuestra vida mexicana. Atte. Enrique Burgot (Antes A.) Ahora sí, échenle un ojo:

En el marco del bicentenario de nuestra independencia nacional me parece indispensable hacer un acopio reflexivo acerca de la pertinencia social del trabajo del artista. En el contexto actual -si bien, es cierto, faltan espacios y una gestión estatal a la altura de sus necesidades, de los jóvenes sobre todo- habría que hacer la siguiente reflexión: ¿en qué nivel se encuentra el compromiso del artista en relación a las necesidades de sus semejantes? ¿Seremos realmente necesarios los artistas en el contexto social actual? ¿Por qué es necesario el arte, en específico el arte teatral? ¿Por qué tan pocas personas lo practican y lo ven en México y, por el contrario, se consumen tantas horas televisivas? Todas estas preguntas me han asaltado los últimos años, sobre todo ahora que he salido de mi zona de comodidad: la academia, la fabulosa universidad que acoge y protege a sus artistas e intelectuales.

En términos generales el artista de la Ciudad de México, difícilmente ve lo que sucede en la calle, cree, con una inocencia que raya en la ternura, que lo encontrará todo en su vasta imaginación; pero la realidad lo asalta y lo toma por sorpresa: cuando tiene hambre acude al primer supermercado y, ahí, al menos, se topa con el rostro de sus semejantes; cuando no tiene financiamiento para realizar su obra o para movilizarse con ella, para cumplir con la regla elemental de mostrar su trabajo a otros, se encuentra con lo inevitable: la vida del artista tiene que nutrirse de la realidad económica existente. Esta es la revelación más grande que he recibido en los últimos años y no precisamente de la academia.

La conclusión en este proceso de choque con la realidad es sencilla: si se quiere hacer buen arte hay que intentar vivir de él, pero intentarlo de verdad; por una razón muy simple: el artista puede caer en la comodidad y si percibe un sueldo que le permita subsistir mediante una actividad no relacionada con el arte, entonces, puede cometer el mayor de los pecados: convertir su vocación en un hobby, en un mero pasatiempo. Nada tiene que ver el dominio del arte en esto, se puede ser muy bueno en hacer algo y no depender de ello para sobrevivir. En esto radica la brutal diferencia –y cada vez estoy más convencido de ello- entre el artista que vive de lo que hace y el que sólo contempla su ejercicio artístico como algo que se puede disfrutar plenamente, porque no exige ninguna otra responsabilidad. Y en esto radica la trampa: el disfrute no implica necesariamente eficacia. No estoy diciendo que el artista tiene que practicar una especie de martirologio para sentirse como tal. No. De lo que hablo es del ethos social, de un arte que es verdaderamente necesario porque se encuentra inserto en la trama de relaciones políticas y sociales de una comunidad.

Los artistas que trabajan en el metro –no veo por qué no haya que llamarlos artistas- han entendido que tienen que brindar un servicio para recibir algo muy concreto a cambio; es por eso que ellos dan, también a cambio, algo muy concreto: una risa –en el caso de los magos y payasos- un suspiro en el caso de los que cantan y declaman- una sensación de horror contenido e irresuelto - en el caso de los faquires que se recuestan sobre vidrios y cargan con sus estigmas. El artista que así vive tiene que ser eficaz porque busca algo más que el aplauso, de hecho busca algo distinto, algo primordial: busca el sustento, el soplo de vida. Hay los que dicen: “Si no puede darme una moneda al menos regáleme un sándwich, una botella de agua, una sonrisa”. Esto, incluso, va más allá de lo estrictamente fisiológico, porque quien recibe una sonrisa establece un contacto real con lo humano, con aquel que nos puede reconstituir nuestra dignidad de seres sociales; quien recibe una botella de agua o un alimento de otro que lo llevaba para sí, recibe algo más que una limosna, recibe la comprensión y la compasión (pasión compartida) del otro. Muchos artistas de clase media que estudian en escuelas de arte públicas (afortunadamente aún existen en México), al trabajar en el sistema de transporte colectivo de la ciudad, buscan esto; además del óbolo que les permitirá asistir un día más a clases y sostener, al menos la esperanza, de terminar una carrera artística, una que, cada vez, tiene menos importancia y valor en México.

El teatro de calle es prácticamente inexistente en la Ciudad de México, al menos un teatro que se plantee como tal. Sólo existen intentos aislados, minúsculos, ahogados por intrincadas tramas burocráticas de funcionarios que no tienen la más mínima idea ni del valor ni de la utilidad social del arte. Ellos de todos modos reciben su sueldo. Pero el artista puede y debe entender que si no busca como cuestión de vida o muerte, a su público, a su espectador, a aquel que le devolverá el aliento, el soplo de vida que está contenido en cada uno de nosotros, entonces nada encontrará sino un cúmulo de justificaciones para hacer su trabajo, bien o mal, eso no importa, lo que importa es hacer, “porque el arte es importante para desarrollar la sensibilidad”, dicen estos artistas. Pero, extrañamente, he visto más sensibilidad en un niño que tiene hambre y consigue un pan que en muchos artistas. He visto más presencia y generosidad en un traga-fuegos que en muchos actores del Instituto Nacional de Bellas Artes o del Centro Universitario de Teatro, las dos principales escuelas de arte dramático en México.

Cuando vi al grupo Perros Callejeros en Ecuador, vi algo muy parecido al que llamaría –y qué bueno para el arte e incluso para la dignidad humana- “artista del hambre”, artistas del día a día. Los actores de esta agrupación, que hace teatro de calle, mostraban, aparentemente, menos capacidad técnica: no tenían grandes voces, no tenían los “bellos cuerpos” que se buscan en el Instituto Nacional de Bellas Artes de México; pero tenían una virtud que cada vez se pierde más en el arte dramático: estaban atentos al espectador y el ritmo de la escenificación estaba estructurado a partir de su relación con éste. La interacción con el público es cada vez más escasa en México y cuando se hace, por lo general, es burda y gratuita. ¿Por qué? Porque no se piensa nunca en el espectador, se anteponen, las más de las veces, las necesidades expresivas y afectivas de los artistas a las del espectador: no se toman en cuenta sus derechos como audiencia viva, como seres humanos que requieren su propio aliento vital. A eso va el espectador al teatro, aunque no lo sepa conscientemente: a que lo re-animen, a que le devuelvan el alma -a través del contacto con otros seres humanos- a su cuerpo socialmente desarticulado.

Pero ante su decepción, cada vez es menos frecuente su intento y el espectador se extingue de las salas de teatro y de las plazas públicas. La falta de escucha y de atención al espectador no es más que un reflejo del deterioro de las relaciones humanas y de la descomposición del tejido social en México. Aunque burdo, según ciertos estándares estéticos y académicos, el teatro de los Perros Callejeros es un síntoma de la buena salud, social y política, de Quito, en comparación con el deterioro artístico-social de la Ciudad de México.
A. M.

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