De nuevo tomo prestado un texto de mi amigo A.M. que habla sobre la
importancia que tiene el teatro con modos de producción social para poder
atacar varios problemas de nuestra vida mexicana. Atte. Enrique Burgot (Antes
A.) Ahora sí, échenle un ojo:
En el marco
del bicentenario de nuestra independencia nacional me parece indispensable
hacer un acopio reflexivo acerca de la pertinencia social del trabajo del
artista. En el contexto actual -si bien, es cierto, faltan espacios y una
gestión estatal a la altura de sus necesidades, de los jóvenes sobre todo-
habría que hacer la siguiente reflexión: ¿en qué nivel se encuentra el
compromiso del artista en relación a las necesidades de sus semejantes? ¿Seremos
realmente necesarios los artistas en el contexto social actual? ¿Por qué es
necesario el arte, en específico el arte teatral? ¿Por qué tan pocas personas
lo practican y lo ven en México y, por el contrario, se consumen tantas horas
televisivas? Todas estas preguntas me han asaltado los últimos años, sobre todo
ahora que he salido de mi zona de comodidad: la academia, la fabulosa
universidad que acoge y protege a sus artistas e intelectuales.
En términos
generales el artista de la Ciudad de México, difícilmente ve lo que sucede en
la calle, cree, con una inocencia que raya en la ternura, que lo encontrará
todo en su vasta imaginación; pero la realidad lo asalta y lo toma por
sorpresa: cuando tiene hambre acude al primer supermercado y, ahí, al menos, se
topa con el rostro de sus semejantes; cuando no tiene financiamiento para
realizar su obra o para movilizarse con ella, para cumplir con la regla
elemental de mostrar su trabajo a otros, se encuentra con lo inevitable: la
vida del artista tiene que nutrirse de la realidad económica existente. Esta es
la revelación más grande que he recibido en los últimos años y no precisamente
de la academia.
La conclusión
en este proceso de choque con la realidad es sencilla: si se quiere hacer buen
arte hay que intentar vivir de él, pero intentarlo de verdad; por una razón muy
simple: el artista puede caer en la comodidad y si percibe un sueldo que le
permita subsistir mediante una actividad no relacionada con el arte, entonces,
puede cometer el mayor de los pecados: convertir su vocación en un hobby, en un
mero pasatiempo. Nada tiene que ver el dominio del arte en esto, se puede ser
muy bueno en hacer algo y no depender de ello para sobrevivir. En esto radica
la brutal diferencia –y cada vez estoy más convencido de ello- entre el artista
que vive de lo que hace y el que sólo contempla su ejercicio artístico como
algo que se puede disfrutar plenamente, porque no exige ninguna otra
responsabilidad. Y en esto radica la trampa: el disfrute no implica
necesariamente eficacia. No estoy diciendo que el artista tiene que practicar
una especie de martirologio para sentirse como tal. No. De lo que hablo es del
ethos social, de un arte que es verdaderamente necesario porque se encuentra
inserto en la trama de relaciones políticas y sociales de una comunidad.
Los artistas
que trabajan en el metro –no veo por qué no haya que llamarlos artistas- han
entendido que tienen que brindar un servicio para recibir algo muy concreto a
cambio; es por eso que ellos dan, también a cambio, algo muy concreto: una risa
–en el caso de los magos y payasos- un suspiro en el caso de los que cantan y
declaman- una sensación de horror contenido e irresuelto - en el caso de los
faquires que se recuestan sobre vidrios y cargan con sus estigmas. El artista
que así vive tiene que ser eficaz porque busca algo más que el aplauso, de
hecho busca algo distinto, algo primordial: busca el sustento, el soplo de
vida. Hay los que dicen: “Si no puede darme una moneda al menos regáleme un
sándwich, una botella de agua, una sonrisa”. Esto, incluso, va más allá de lo
estrictamente fisiológico, porque quien recibe una sonrisa establece un
contacto real con lo humano, con aquel que nos puede reconstituir nuestra
dignidad de seres sociales; quien recibe una botella de agua o un alimento de
otro que lo llevaba para sí, recibe algo más que una limosna, recibe la
comprensión y la compasión (pasión compartida) del otro. Muchos artistas de
clase media que estudian en escuelas de arte públicas (afortunadamente aún
existen en México), al trabajar en el sistema de transporte colectivo de la
ciudad, buscan esto; además del óbolo que les permitirá asistir un día más a
clases y sostener, al menos la esperanza, de terminar una carrera artística,
una que, cada vez, tiene menos importancia y valor en México.
El teatro de
calle es prácticamente inexistente en la Ciudad de México, al menos un teatro
que se plantee como tal. Sólo existen intentos aislados, minúsculos, ahogados
por intrincadas tramas burocráticas de funcionarios que no tienen la más mínima
idea ni del valor ni de la utilidad social del arte. Ellos de todos modos
reciben su sueldo. Pero el artista puede y debe entender que si no busca como
cuestión de vida o muerte, a su público, a su espectador, a aquel que le
devolverá el aliento, el soplo de vida que está contenido en cada uno de
nosotros, entonces nada encontrará sino un cúmulo de justificaciones para hacer
su trabajo, bien o mal, eso no importa, lo que importa es hacer, “porque el
arte es importante para desarrollar la sensibilidad”, dicen estos artistas.
Pero, extrañamente, he visto más sensibilidad en un niño que tiene hambre y
consigue un pan que en muchos artistas. He visto más presencia y generosidad en
un traga-fuegos que en muchos actores del Instituto Nacional de Bellas Artes o
del Centro Universitario de Teatro, las dos principales escuelas de arte
dramático en México.
Cuando vi al
grupo Perros Callejeros en Ecuador, vi algo muy parecido al que llamaría –y qué
bueno para el arte e incluso para la dignidad humana- “artista del hambre”,
artistas del día a día. Los actores de esta agrupación, que hace teatro de
calle, mostraban, aparentemente, menos capacidad técnica: no tenían grandes
voces, no tenían los “bellos cuerpos” que se buscan en el Instituto Nacional de
Bellas Artes de México; pero tenían una virtud que cada vez se pierde más en el
arte dramático: estaban atentos al espectador y el ritmo de la escenificación
estaba estructurado a partir de su relación con éste. La interacción con el
público es cada vez más escasa en México y cuando se hace, por lo general, es
burda y gratuita. ¿Por qué? Porque no se piensa nunca en el espectador, se
anteponen, las más de las veces, las necesidades expresivas y afectivas de los
artistas a las del espectador: no se toman en cuenta sus derechos como
audiencia viva, como seres humanos que requieren su propio aliento vital. A eso
va el espectador al teatro, aunque no lo sepa conscientemente: a que lo
re-animen, a que le devuelvan el alma -a través del contacto con otros seres
humanos- a su cuerpo socialmente desarticulado.
Pero ante su
decepción, cada vez es menos frecuente su intento y el espectador se extingue
de las salas de teatro y de las plazas públicas. La falta de escucha y de
atención al espectador no es más que un reflejo del deterioro de las relaciones
humanas y de la descomposición del tejido social en México. Aunque burdo, según
ciertos estándares estéticos y académicos, el teatro de los Perros Callejeros
es un síntoma de la buena salud, social y política, de Quito, en comparación
con el deterioro artístico-social de la Ciudad de México.
A. M.


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