lunes, 5 de noviembre de 2012

Chillidos (o de la moderna intolerancia)


El chillido del bebé no ha cesado en todo el camino.  Hoy no ha sido mi día, el camión se tardó mucho, mucha gente, mucho tráfico, el calor no lo aguanto más, pero ahora todos empiezan a desesperarse por el continuo y agudo chillar del niño a tres asientos de mí.  El niño llora como si fuera la última vez que llora, como si estuviera solo y llamara a las sombras alrededor para verificar que no fuera el único.  ¡Maldito día en el que la madre se cansó de hacerle caso a la criatura y decidió dejarla llorar!
¿Qué es lo que quiere decir un niño cuando llora así, desconsolado?  Todavía falta mucho para llegar a mi parada.  El chillido ha dejado de emitirse, a lo mejor la madre ya le dio su alimento, o se cansó de llorar, ya no tiene voz porque la escupió toda.  No importa más, estoy exhausto, debo dormir.
¡Despreciable niño, cállate de una vez!  ¿Cuánto tiempo habré dormido?  Es notable el enojo de toda la gente hacia el niño.  Algunos tratan de taparse los oídos; otros, de no darle mucha importancia, e incluso el conductor le subió el volumen a la radio, pero lo que ha logrado no es cubrir el horrendo sonido de la criatura, lo que logró es que las bocinas se saturaran, haciendo compañía a los gritos, llenando el lugar de desesperación por arrancarse las orejas.  Y el niño ahora llora más alto.  No importa lo que diga la gente, me cubriré los oídos.
Como el metal que se raspa contra metal, como cuando un perro escucha algo que le penetra y le hace ladrar, así la gente, que empezaba a vociferarle a la mujer del bebé, vociferarle que callará a su niño.  Pero ella no le contestaba a nadie, no quería empezar una pelea, solo volteaba al niño y le trataba de dar su comida.  Pero el niño la aventaba y seguía llorando.  Y la gente seguía gritándole a la mujer.  Y el conductor seguía conduciendo a través de la avenida llena de autos, tratando de subirle más a su radio que solo emitía agudos.  Y la gente que más paciencia había mostrado ahora estaba desesperada.  Y el calor nos ayudaba más a irritarnos con velocidad.  Y el camión ya no levantaba más gente.  Afuera los insultos de los demás automóviles enojados debido a que el camión pasaba por delante de ellos sin importarle que chocara o no, solo queríamos llegar a nuestros destinos.  Solo queríamos que el niño dejara de llorar.
La gente empezó a levantarse de sus lugares para salirse, pero el conductor no quiso que se bajaran, los dejaría en su destino rápido.  Eso no le gustó a la gente.  Entonces las personas se dirigieron a la mujer rápidamente, le gritaban y ella se hacía que no las escuchaba, y el bebé lloraba aún más, increíble para mí, que pudiera gritar más alto.
Un señor le asestó un golpe a la mujer, y la mujer con dolor empezó a gritarle a él y a la gente.  La gente empezó a golpearla.  El conductor se detuvo, en medio del tránsito, para tratar de ayudar a la pelea.
El niño seguía gritando. Me levanté de mi lugar, me dirigí hacia al niño, por encima de los asientos y le tapé la boca.  Le tapé la boca.  La gente se detuvo.  Le tapé la boca.  El silencio se hizo.  Le tapé la boca.  Las miradas.  Le tapé la boca hasta que el niño dejó de respirar.
Reconozco el camino, ya está próxima mi bajada, el niño sigue llorando, la madre trata de consolarlo, la gente la mira con enojo.  Toco el timbre de bajada, el conductor hace unas cuantas maniobras para dejarme en mi parada.  Me bajo del camión, se cierran las puertas y se van.  Todavía sigo escuchando el chillido del niño.
Enrique Burgot.

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