lunes, 19 de noviembre de 2012

Instantes


El cuerpo cayó en un segundo, golpeó fuerte al primer vagón, al del conductor, golpe seco y fuerte, fue el mismo impacto que lo devolvió a la plataforma. Mi pecho se contrajo bruscamente. El tren paró al instante. Mucha gente se fue, algunos del susto, otros sabían que el metro tardaría en regresar a la marcha y no estaban de humor para esperar. Todo sucedió a unos cuantos metros delante de mí, yo también estaba en la orilla. En instantes la plataforma se vació. Solo había gente juntándose alrededor del cuerpo. Caminé hacia él.
Mis zancadas me llevaron a través del andén, nadie llegaba para ayudar, y me pregunté qué sucedería con la persona en el suelo, qué tan grave estaba, cómo se lo llevarían al hospital, por qué cayo, y sobre todo, quién es. El conductor pasó a mi lado corriendo, después empezó a llegar el cuerpo de seguridad que venía ya cansado de correr.
Me levanté entre los hombros de los demás y pude ver un rostro cubierto por unas manos largas y finas, solo se veían las mejillas y una boca cubierta de sangre. Su boca dibujaba la curva, pero sí, parecía más una sonrisa que una mueca de dolor. Su cuerpo se retorcía, pero sonreía y se cubría el rostro; era alguien joven.
Un guardia de pronto atrajo la atención de todos; empujó al hombre hacia la pared y con su brazo le cortó la respiración. Empezó el interrogatorio. No entendía muy bien lo que decían, deseaba comprenderlos pero de pronto el lenguaje se me hizo extraño. Un grupo de personas rodeando a tres personajes, un centinela ahorcando a un extraño, y el joven tirado, sangrante, sonriente. Por último, yo afuera de todo, de pie, mirando como desde una butaca.
Después, al reconstruir partes de las conversaciones, pude entender que el hombre interrogado empujó sin querer al joven, porque la gente lo había empujado. El joven había sido la última argolla de la cadena. La gente se empezó a distribuir por la plataforma de nuevo, el conductor regresó al vagón, condujo el convoy hasta el fin de su recorrido y abrió las puertas. La gente salió corriendo. De nuevo vacío. Yo me quedé un rato más viendo la sonrisa. Mi pecho seguía oprimido. El guardia se llevó al hombre, de nuevo solo estaba el joven sonriente en la plataforma, y la gente dentro del metro, esperando que avanzara para que ellos pudieran descansar de la imagen.
Ahora ya no se retorcía. Continuaba inmóvil con las manos en la cabeza, pero ahora dejaba ver sus dientes rojos. Por altavoz alguien dijo: “Por favor aborden, que será el último metro”. Abordé rápido el tren.
Susurros escasos entre pasajeros, todos miraban al joven. Más guardias llegaron con el joven, preguntaron algo, un movimiento leve de cabeza. Se cerraron las puertas del metro, avanzó apresuradamente. Un vendedor ambulante rompió el silencio con su bocina. Disco a diez pesos, volvió a repetir diez pesos. Un hombre de enfrente compró uno. Empecé a llorar. En instantes todo había sucedido: la caída, el retorcimiento, incluso el interés de la gente.
Yo no olvidaría, yo lo recordaría, recordaría cómo sonreía, en ese momento comprendí su sonrisa. Su vida pudo ser como una de las que estábamos en este tren, comprando un disco a diez pesos, o leyendo sus revistas, o dormidos de nuevo. Sí, sonreía porque para él la vida le era nueva, y disfrutaría cada gota de sangre que le entraba en la boca, del momento de caer, del golpe y del regreso, porque había sido un regreso, porque por un instante vio la vida por completo, y nos vio, a todos nosotros. Y ese golpe me regresó también a mí. Cayeron aún más lágrimas, se abrieron las puertas, última estación, salí corriendo a tomar un taxi, ya era muy tarde y estaba lloviendo.
Enrique Burgot.

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