Al señor Humberto Moreira le bastaron unos
pocos minutos para que el mundo entero y todo aquello sobre la que erigía las
cosas “importantes” de la vida le dieran un vuelco irremisible. ¿Que qué le
pasó, mi querido lector? Pues le mataron a un hijo, tal como a Javier Sicilia,
tal como a miles de mexicanos les sucedió durante este sexenio de terrorismo de
estado. Seguramente después de este fatídico suceso, al señor Humberto dejaron
de importarle muchas cosas y de pronto se percató de lo que es realmente
importante en esta vida.
La
visión de “éxito” de este mundo neoliberal nos impele a perseguir toda clase de
espejismos con el afán, el falso afán de lograr “realizarnos” en la vida.
¡Hágame el canijo favor! “Realizarse”, ¿según quién? Sencillo, según el libre
mercado. Si no posees un auto carísimo y sofisticado, si no tienes una mansión
con alberca en la zona más cool del la ciudad, si no vistes la ropa de
los diseñadores de moda, si no usas los gadgets más sofisticados, si no
trabajas en la firma más prestigiosa a nivel internacional, si no amasas
cantidades exorbitantes de dinero y de poder; lo siento, mi querido lector,
pero usted no se ha realizado; no importa si ello obedece a su integridad moral
y humana, no importa si usted es feliz con lo que hace, no importa si usted
detesta atropellar a sus prójimos por arraigar sus intereses personales. ¡En
Fin!
Supongo
que don Humberto tenía muy arraigados estos paradigmas. Hasta antes del
asesinato de su hijo fue un hombre que dio sendas muestras de corrupción, un
sujeto bastante ambicioso, prepotente, burlón, inmisericorde al sumergir el
estado al que gobernó en una deuda insospechada de la que aún no se tienen
cifras concretas; un hombre leal a su filiación priista, correligionario de
Enrique Peña, líder nacional del Revolucionario Institucional por un breve
lapso, despojado del mismo por los escándalos de peculado, enriquecimiento
inexplicable, y corrupción. Qué tristeza que en su carrera estrepitosa por su realización
ficticia, a la que el aparato empresarial y gubernamental nos empuja, haya
ganado tanto poder y recursos materiales y económicos suficientes para asegurar
a sus descendientes durante varias generaciones sin que ninguno de ellos mueva
un dedo trabajando, y que al mismo tiempo haya puesto en riesgo a sus seres más
queridos.
Nada
exime a don Humberto de responder ante la justicia por sus actos, del mismo
modo, la pérdida de un hijo de un modo tan violento es algo que no se le desea
a nadie sin importar que su calidad ética y moral esté en grave duda. Le soy
sincero, mi querido lector, ni al más acérrimo de mis enemigos le desearía
jamás un penar tan lamentable, sin importar si ellos sí lo deseasen en mi
perjuicio.
En
los funerales vimos a un Humberto diezmado, destruido; ni un asomo de esa
prepotencia que tanto le caracterizaba; ni un esbozo de esa sonrisa tan burlona
que siempre portaba en los labios. ¡Cuánta tristeza se escurría por el rostro
de ese hombre! ¡Cuánta pena y un dolor incontenible! Pasados unos pocos días,
don Humberto se lanzó a hacer declaraciones bastante severas en contra del
sistema corrupto del que él mismo forma parte; se atrevió a condenar la inútil
guerra contra el narcotráfico de la que fue cómplice durante su mandato, se
puso duro y arremetió en contra de los “narcoempresarios”[i]. Hace
un día, tras las indagatorias del Gobierno Federal sobre el caso de su hijo,
fueron puestas en duda tales afirmaciones, al solicitar firmemente que se
presenten pruebas contundentes de que Heriberto Lazcano “El Lazca” fue quien
ordenó el asesinato[ii].
Humberto
Moreira tiene puesta una mordaza tremenda que le impide denunciar a los
verdaderos asesinos, materiales e intelectuales, de la muerte de su hijo; una
mordaza impuesta por sus propios actos. No cabe duda de que el señor sabe
mucho, muchísimo, tiene una idea bastante clara de la secuencia de hechos que
originaron este asesinato que más bien tiene tintes de venganza, pero está
impedido a hablar porque de ventilar toda aquella suciedad, muy probablemente
él mismo saldría perjudicado y se pondría al alcance de la justicia al
evidenciar la estructura de corrupción en la que alguna vez él mismo participó.
¡En
fin! Mi querido lector, el aparato consumista en el que nos tienen subyugados
tiene que detenerse. Nada hay tan importante como la vida, la dignidad, la
felicidad, el amor, los seres queridos, la sabiduría, la humildad, la libertad,
la verdad y la paz; todo eso no se compra en ningún centro comercial, no se
logra luciendo bien, ni habitando en mansiones ni tripulando vehículos premium;
lo más importante de la vida no se compra ni se vende, pero lamentablemente lo
podemos perder con muchísima facilidad, al privilegiar otras tonterías. Nadie,
salvo nosotros, debe convencernos de quiénes somos y de lo que realmente
necesitamos. Hay que dejar de hacerle caso a la televisión, a la radio, a los
espectaculares, a las revistas y a las personas superfluas. ¡Aguas, querido
lector! Acuérdese que la vida da muchos vuelcos.
Ptolomeo

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