A veces me pregunto hasta dolerme la cabeza, por qué
tenemos que ponernos el pié el uno al otro, por qué querer poner obstáculos al
otro.
Una neblina se
acuesta con lentitud sobre la ciudad: gris ceguera. Los faros naranjas dejan de
brillar como las estrellas, y las gotas de lluvia caen alrededor. De inmediato
las madres buscan a su descendencia, mientras los hermanos de los lunáticos
llaman a sus iguales. La calle se vacía en un grisáceo frenesí. El silencio
ocupa el trono en la ciudad.
Una persona. En medio de la urbe fantasma existe hombre que, sentado a
la mitad de la calle, disfruta el paisaje de un metro de visibilidad. El agua
seduce su cuerpo. Infinito silencio. Su mente se ahoga en este mar de extrañeza
y viaja por un mundo desolado. No hay más gente para él. Es el último humano de
la tierra, es el último dios de la tierra. La lluvia dejó de caer.
Pasos. El hombre se levanta de golpe. Él no es el único allí. Se siente
amenazado, engañado, ofendido, decepcionado. Deja de respirar por un momento y
escucha. Paso, paso, paso. Gira a la derecha.
Paso, paso, paso. Gira por completo. Paso, paso, ¡paso! A la izquierda.
¡Paso, paso, paso! El hombre pensaba en el ruido fuerte, horrible, estruendoso,
alto. Podía escuchársele en el fin del infinito universo, en el lugar donde
vuelve al principio para seguir creciendo.
Caminaba desnudo, entre el nebuloso espacio, removiendo el seseo de sus
ropas. Siguiendo pasos, se acercaba, con los ojos cerrados (no le servía de
nada la vista en esa espesura gaseosa) al cuerpo extraño. Pronto le pareció
estar atrás del sujeto y abrió los ojos. Vio una sombra que caminaba con
cuidado, una sombra parecida a él. Alzó los brazos, los dirigió hacia la cabeza
del extraño, en un segundo abrazó a la figura por el cuello y la derribó. La
sombra se movía y agitaba, tratando de quitarse el brazo de su cuello,
intentando gritar. Él estrujó el cuello con demasiada fuerza, mientras sonreía.
La sombra moribunda dejó de moverse. Él quitó la mano de aquella boca. Con el
último aire de vida, la sombra pronunció una palabra: “Adán.” Éste, al escuchar
su nombre, soltó el cuello. Desesperado, tomó el rostro de ella, lo encaró y
presintió que le era conocido.
El aire empezó a soplar, y la neblina comenzaba a difuminarse en las
calles.
El infinito había tocado su fin para volver al principio y seguir
creciendo.
Enrique Burgot
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