Esta semana, ando anonadado
por la manera específica que tiene el ser humano de ponerle el pie a otro ser
humano y, todavía peor, ver cómo impone una “pose”. Les sigo debiendo un texto
propio, pero por lo mientras les dejo este magnífico cuento cortazariano, oséase de
Julio Cortázar:
HAY QUE SER REALMEMTE IDIOTA PARA...
Enrique Burgot.
HAY QUE SER REALMEMTE IDIOTA PARA...
Hace años que me doy cuenta
y no me importa, pero nunca se me ocurrió escribirlo porque la idiotez me
parece un tema muy desagradable, especialmente si es el idiota quien lo expone.
Puede que la palabra idiota sea demasiado rotunda, pero prefiero ponerla de
entrada y calentita sobre el plato aunque los amigos la crean exagerada, en vez
de emplear cualquier otra como tonto, lelo o retardado y que después los mismos
amigos opinen que uno se ha quedado corto. En realidad no pasa nada grave pero
ser idiota lo pone a uno completamente aparte, y aunque tiene sus cosas buenas
es evidente que de a ratos hay como una nostalgia, un deseo de cruzar a la
vereda de enfrente donde amigos y parientes están reunidos en una misma
inteligencia y comprensión, y frotarse un poco contra ellos para sentir que no
hay diferencia apreciable y que todo va benissimo. Lo triste es que todo va
malissimo cuando uno es idiota, por ejemplo en el teatro, yo voy al teatro con
mi mujer y algún amigo, hay un espectáculo de mimos checos o de bailarines
tailandeses y es seguro que apenas empiece la función voy a encontrar que todo
es una maravilla. Me divierto o me conmuevo enormemente, los diálogos o los
gestos o las danzas me llegan como visiones sobrenaturales, aplaudo hasta
romperme las manos y a veces me lloran los ojos o me río hasta el borde del
pis, y en todo caso me alegro de vivir y de haber tenido la suerte de ir esa
noche al teatro o al cine o a una exposición de cuadros, a cualquier sitio
donde gentes extraordinarias están haciendo o mostrando cosas que jamás se
habían imaginado antes, inventando un lugar de revelación y de encuentro, algo
que lava de los momentos en que no ocurre nada más que lo que ocurre todo el
tiempo. Y así estoy deslumbrado y tan contento que cuando llega el intervalo me
levanto entusiasmado y sigo aplaudiendo a los actores, y le digo a mi mujer que
los mimos checos son una maravilla y que la escena en que el pescador echa el
anzuelo y se ve avanzar un pez fosforescente a media altura es absolutamente
inaudita. Mi mujer también se ha divertido y ha aplaudido, pero de pronto me
doy cuenta (ese instante tiene algo de herida, de agujero ronco y húmedo) que
su diversión y sus aplausos no han sido como los míos, y además casi siempre
hay con nosotros algún amigo que también se ha divertido y ha aplaudido pero
nunca como yo, y también me doy cuenta de que está diciendo con suma sensatez e
inteligencia que el espectáculo es bonito y que los actores no son malos, pero que
desde luego no hay gran originalidad en las ideas, sin contar que los colores
de los trajes son mediocres y la puesta en escena bastante adocenada y cosas y
cosas. Cuando mi mujer o mi amigo dicen eso --lo dicen amablemente, sin ninguna
agresividad-- yo comprendo que soy idiota, pero lo malo es que uno se ha
olvidado cada vez que lo maravilla algo que pasa, de modo que la caída
repentina en la idiotez le llega como al corcho que se ha pasado años en el
sótano acompañando al vino de la botella y de golpe plop y un tirón y no es mas
que corcho. Me gustaría defender a los mimos checos o a los bailarines
tailandeses, porque me han parecido admirables y he sido tan feliz con ellos
que las palabras inteligentes y sensatas de mis amigos o de mi mujer me duelen como
por debajo de las uñas, y eso que comprendo perfectamente cuánta razón tienen y
cómo el espectáculo no ha de ser tan bueno como a mí me parecía (pero en
realidad a mí no me parecía que fuese bueno ni malo ni nada, sencillamente
estaba transportado por lo que ocurría como idiota que soy, y me bastaba para
salirme y andar por ahí donde me gusta andar cada vez que puedo, y puedo tan
poco). Y jamás se me ocurriría discutir con mi mujer o con mis amigos porque sé
que tienen razón y que en realidad han hecho muy bien en no dejarse ganar por
el entusiasmo, puesto que los placeres de la inteligencia y la sensibilidad
deben nacer de un juicio ponderado y sobre todo de una actitud comparativa,
basarse como dijo Epicteto en lo que ya se conoce para juzgar lo que se acaba
de conocer, pues eso y no otra cosa es la cultura y la sofrosine. De ninguna
manera pretendo discutir con ellos y a lo sumo me limito a alejarme unos metros
para no escuchar el resto de las comparaciones y los juicios, mientras trato de
retener todavía las últimas imágenes del pez fosforescente que flotaba en mitad
del escenario, aunque ahora mi recuerdo se ve inevitablemente modificado por
las críticas inteligentísimas que acabo de escuchar y no me queda más remedio
que admitir la mediocridad de lo que he visto y que sólo me ha entusiasmado
porque acepto cualquier cosa que tenga colores y formas un poco diferentes.
Recaigo en la conciencia de que soy idiota, de que cualquier cosa basta para
alegrarme de la cuadriculada vida, y entonces el recuerdo de lo que he amado y
gozado esa noche se enturbia y se vuelve cómplice, la obra de otros idiotas que
han estado pescando o bailando mal, con trajes y coreografías mediocres, y casi
es un consuelo pero un consuelo siniestro el que seamos tantos los idiotas que
esa noche se han dado cita en esa sala para bailar y pescar y aplaudir. Lo peor
es que a los dos días abro el diario y leo la crítica del espectáculo, y la
crítica coincide casi siempre y hasta con las mismas palabras con o que tan
sensata e inteligentemente han visto y dicho mi mujer o mis amigos. Ahora estoy
seguro de que no ser idiota es una de las cosas más importantes para la vida de
un hombre, hasta que poco a poco me vaya olvidando, porque lo peor es que al
final me olvido, por ejemplo acabo de ver un pato que nadaba en uno de los
lagos del Bois de Boulogne, y era de una hermosura tan maravillosa que no pude
menos que ponerme en cuclillas junto al lago y quedarme no sé cuánto tiempo
mirando su hermosura, la alegría petulante de sus ojos, esa doble línea
delicada que corta su pecho en el agua del lago y que se va abriendo hasta
perderse en la distancia. Mi entusiasmo no nace solamente del pato, es algo que
el pato cuaja de golpe, porque a veces puede ser una hoja seca que se balancea
en el borde de un banco, o una grúa anaranjada, enormísima y delicada contra el
cielo azul de la tarde, o el olor de un vagón de tren cuando uno entra y se
tiene un billete para un viaje de tantas horas y todo va a ir sucediendo
prodigiosamente, el sándwich de jamón, los botones para encender o apagar la
luz (una blanca y otra violeta), la ventilación regulable, todo eso me parece
tan hermoso y casi tan imposible que tenerlo ahí a mi alcance me llena de una
especie de sauce interior, de una verde lluvia de delicia que no debería
terminar más. Pero muchos me han dicho que mi entusiasmo es una prueba de
inmadurez (quieren decir que soy idiota, pero eligen las palabras) y que no es
posible entusiasmarse así por una tela de araña que brilla al sol, puesto que
si uno incurre en semejantes excesos por una tela de araña llena de rocío, ¿qué
va a dejar para la noche en que den King Lear? A mí eso me sorprende un poco,
porque en realidad el entusiasmo no es una cosa que se gaste cuando uno es
realmente idiota, se gasta cuando uno es inteligente y tiene sentido de los
valores y de la historicidad de las cosas, y por eso aunque yo corra de un lado
a otro del Bois de Boulogne para ver mejor el pato, eso no me impedirá esa
misma noche dar enormes saltos de entusiasmo si me gusta como canta Fischer
Dieskau. Ahora que lo pienso la idiotez debe ser eso: poder entusiasmarse todo
el tiempo por cualquier cosa que a uno le guste, sin que un dibujito en una
pared tenga que verse menoscabado por el recuerdo de los frescos de Giotto en
Padua. La idiotez debe ser una especie de presencia y recomienzo constante:
ahora me gusta esta piedrita amarilla, ahora me gusta "L'année dernière à
Marienbad", ahora me gustas tú, ratita, ahora me gusta esa increíble
locomotora bufando en la Gare de Lyon, ahora me gusta ese cartel arrancado y
sucio. Ahora me gusta, me gusta tanto, ahora soy yo, reincidentemente yo, el
idiota perfecto en su idiotez que no sabe que es idiota y goza perdido en su
goce, hasta que la primera frase inteligente lo devuelva a la conciencia de su
idiotez y lo haga buscar presuroso un cigarrillo con manos torpes, mirando al
suelo, comprendiendo y a veces aceptando porque también un idiota tiene que
vivir, claro que hasta otro pato u otro cartel, y así siempre.
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