miércoles, 24 de abril de 2013

Árbol

Soñó que cada día podría inventar un mundo nuevo, que de su alma nacerían las ramas, las semillas, y que el agua se desbocaría para dar cauce a un nuevo río, un río que cruzara airoso las simas, y los montes de un naciente universo. Así, entre sus manos, sería capaz de albergar la vida. No nacieron de sus manos mundos nuevos, su alma no fue la tierra que diera a luz a ningún árbol, flor o arbusto. Sus pensamientos nunca fueron capaces de transformarse en ríos, porque entre sus horas se colaron los deseos, las ansias, la desesperanza, la incansable fatiga que acontece cada día, que es una dura pausa entre un sueño y otro y que evita que los sueños se puedan vivir como se debe: de manera ininterrumpida.

Celia tomó la plancha para alisar las camisas. Hoy habían salido más que ningún otro día, ella esperaba salir temprano, pero al parecer no habría manera. Había hecho todo lo posible porque así fuera, había dejado un par de cositas por aquí y por allá, botadas, nada que de verdad fuera tan importante. La muchacha se había dado cuenta y la había obligado a hacerlo bien. Ni modo, tendría que llegar más tarde. Salió como a eso de las 6 de la tarde. Desde Naucalpan hasta Toluca se hacían como 3 horas, lo difícil no era eso, sino tener que caminar un montón para llegar al pueblo, como una hora o más. Ni modo, llegaría hasta las 10. Ojalá que para esa hora su marido ya hubiera cenado algo, porque si no lo encontraría con hambre y seguro estaría enojado. Después de tomar la segunda combi, Celia se bajó en la parada dispuesta a caminar para llegar al pueblo, a su casa. Como había hecho calor, no se molestó en llevar otra cosa más para taparse que el rebozo y el mandil, esa lluvia de abril había enfriado un poquito el ambiente y ahora tenía algo de frío. Pensó en apurarse para llegar rápido y no pasar angustias. Ya estaba bien oscuro y la verdad le daba miedo atravesar el camino solita. Ni un perro veía por ahí. Un ser vivo, algo que la sacara de ese ambiente enrarecido, terrorífico de la oscuridad. Se envalentonó, ¿cuándo había ella tenido miedo? ¡No señor, ella no era de conciencia cochina como para andar teniendo miedo! La prisa hizo que se tropezara y se cayera. Se levantó lo más rápido que pudo y siguió caminando, fue entonces cuando se le apareció Yolanda. Le puso el susto de su vida, Celia casi se muere del infarto ahí mismo. Se cayó y se golpeó las rodillas de la impresión, cayó hincada. Yolanda tuvo que acercársele despacito, pedirle por favor que no gritara, que no tuviera miedo, que necesitaba que la ayudara, que por favor no se asustara. Poco a poco la calma le regresó al cuerpo a Celia. No sabía con quién estaba hablando, no tenía ni idea. La muchacha esa le hablaba distinto, como la otra, con la que trabajaba, se le notaba que no era del pueblo. “¡Válgame Dios, muchacha! ¿Tú qué andas haciendo por aquí solita? ¿Te pasó algo?” le dijo mientras se incorporaba poquito a poco y se sacudía la tierra que se le había pegado a las rodillas. La muchacha le contó que estaba perdida, que no sabía que hacía ahí, que había despertado en medio de un canal y que tenía frío, que por favor la ayudara a llegar a alguna parte y pedir ayuda. Celia se dio cuenta de inmediato de lo que pasaba, en su vida se imaginó que algo así le podría ocurrir. No sabía porqué no experimentaba más miedo, porqué no estaba gritando como loca y corriendo. Nomás la conmovió mucho aquella muchacha. Entonces decidió comprobar si era cierto lo que se estaba temiendo y la agarró del brazo. No sintió nada entre sus manos, pero seguía viéndola. La muchacha como si nada, seguía con esa cara de súplica que ponen los condenados cuando saben que el fin es inminente. No sabía qué hacer, no sabía si debía irse y dejarla ahí o ayudarle. Pero, ¿qué podría hacer ella en una situación así? Le preguntó qué quería y la muchacha seguía necia con eso de que la llevara a algún lado para llamarle a alguien y que fueran por ella. Pensó que una cosa era estar hablando con alguien así y otra muy distinta andar acompañándola a cualquier lado. Miró a ambos lados del camino terregoso, rodeado de nada y se preguntó si no sería mejor tratar de enseñarle a esa pobre niña que en realidad ya no había mucho qué hacer por ella. 

¿Para qué animarse a salir? La verdad no tenía ni tantitas ganas de ir. Rogelio seguía insistiendo en lo mismo, no era capaz de entender que ella de verdad no quería estar con él. Le agradaba salir con él, casi siempre la llevaba a buenos lugares y no escatimaba en nada. Pero era tan fofo él, tan parco, tan sin chiste. Yolanda estaba deprimida, no sabía ya ni qué la deprimía, se suponía que debía estar muy contenta porque ya empezaba a ganar un poco más de dinero, la verdad era que no, sentía que no estaba haciendo nada, que estaba desperdiciando su vida y su talento. La cosa era que mientras siguiera viviendo con sus papás no podría dedicarse a actuar y vivir de eso, por eso seguía trabajando en esa agencia de publicidad que a veces de verdad odiaba: todos con sus poses de ejecutivos, de grandes creativos, de cuasiartistas, cuando en realidad no eran más que una bola de Godínez que no llegarían a ningún lado, igual que ella, igual que ella que cada vez asimilaba más y más aquello.

“Ayúdeme, por favor, por favor, necesito llegar a alguna parte y avisarle a mis papás que estoy bien”, le decía Yolanda a Celia y ella cada vez se convencía más de que lo mejor era irse derechito a su casa, corriendo si era necesario y dejar a ese espanto ahí mismo para que ella solita se diera cuenta de lo que de verdad estaba pasando pero, ¿y si la seguía?, ¿y si terminaba con esa muchacha persiguiéndola y luego ya no podía quitársela de encima? No, mejor era decirle la verdad, enseñarle que ella ya no podía hacer nada por ayudarle pero, ¿cómo se le comunicaba a alguien algo así?, ¿cómo hacía para contarle eso?

“La verdad me siento bien cansada, la semana ha estado muy ruda”, le dijo Yolanda a Rogelio. Él insistió, le prometió que no se tardarían mucho, que de verdad tenía ganas de verla hoy, le pidió, casi le rogó. Ella no sabía decir que no cuando las personas se le ponían en ese plan, ¿qué más daba, una cenita y ya? Luego, cada quien para su casa. Según ella, Rogelio era algo así como vendedor de divisas, algo habían platicado al respecto, pero él nunca supo decirle muy claro qué era exactamente lo que hacía. Sí, vendía divisas, pero le había platicado además en varias ocasiones que tenía clientes muy difíciles, a los que a veces tenía que hacerles favores muy especiales. Salieron a cenar. Como siempre, Rogelio hizo gala de su capacidad financiera llevándola a un restaurante carísimo, comida japonesa, pidió los platillos más caros. Parecía que lo hacía justamente por eso. Además, le compro un ramo de rosas y una caja de chocolates que se veían igual de caros que todo lo que había hecho hasta entonces para impresionarla. Ni modo, la dieta tendría que esperar otra semanita más, no hallaba como resistir semejante tentación. Mientras cenaban, se acercó a su mesa un tipo, nada agradable, ni siquiera se tomó la molestia de saludarla, nomás le pidió a Rogelio que lo acompañara, que se llevara a la morra con él, que necesitaba algo urgente, en ese mismo momento. Rogelio le pidió que lo acompañara, le juró que no iban a tardar y que en cuanto terminara la llevaría a su casa. Yolanda no sabía qué hacer, pensó que no habría problema, no quería regresarse sola a su casa, tenía miedo de salir sola a esa hora, con tanto secuestro, matadera y movilizaciones, no tenía ni tantitas ganas de arriesgarse. Le dijo que estaba bien, pero que por favor no tardara, que necesitaba llegar temprano a su casa. Rogelio la subió a la camioneta de su amigo, le aseguró que él los llevaría de regreso a su casa después, que no se preocupara. Llegaron hasta Metepec, a una bonita zona residencial. Yolanda sabía que Metepec se había convertido en una zona más o menos buena desde hacía unos años, pero no estaba segura hasta qué tanto lo era. La camioneta entró en una casa enorme, un zaguán negro se abrió para darles paso, miró como se cerraba tras ellos, lo demás fue sólo oscuridad.

“Mira, muchacha, la verdad yo no sé cómo ayudarte, no sé qué quieres que haga, a mi casa no te puedo llevar”. Celia intentó que la muchacha se arrepintiera y la dejara ir, pero ella estaba necia con que la ayudara. Pensó que si no lo hacía, de verdad algo muy malo le iba a pasar, así que mejor le preguntó dónde había despertado, pues se le ocurrió que si encontraba algo quizá podría demostrarle lo que de verdad ocurría. Yolanda no entendía para qué quería saber eso la señora, pero era la única salida que tenía, después de insistirle en que la llevara a alguna parte donde pudiera hablar por teléfono, sin éxito, decidió llevarla hasta donde despertó. ¡Cuál fue su horror, su espanto, su dolor al ver aquello! Celia volteó la cabeza de inmediato al contemplar el espectáculo. Yolanda desapareció de repente, ya no la vio más, así que echó a correr hacia su casa. Al otro día ella y su marido fueron a la delegación a informarles lo que había encontrado en la noche. La policía acordonó el lugar e hicieron lo que ya se había convertido en una rutina.

Si a Yolanda la hubieran dejado donde estaba, quizá sí se hubiera convertido en tierra, habría incubado las semillas que en ella se posaran , se habría convertido en río y habría llegado muy lejos, más allá de donde nunca imaginó. A Yolanda no la dejaron convertirse en árbol, le sacaron la vida antes de que se atreviera a tomarla.

Damiana.

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