sábado, 14 de julio de 2012

El Barroco mexicano y la pulcritud aspiracional


Los fraudes electorales en México no son nada nuevo, en 1952 tuvo lugar el primero de ellos, se fraguó contra el general Miguel Henríquez Guzmán (por cierto, el primero que usó como símbolo erigirse como “Presidente legítimo”) y favoreció a Adolfo Ruíz Cortines. Desde entonces, las épocas turbulentas en el país no acaban, los movimientos sociales, todos brutalmente reprimidos por el régimen autoritario que ha distinguido al Partido Revolucionario Institucional (PRI), tuvieron auge en las tres décadas siguientes, proliferaron los grupos guerrilleros y la guerra sucia, soterrada, del Estado fue sumando asesinatos. Más tarde, en 1988, otro fraude, esta vez contra Cuauhtémoc Cárdenas, a favor de Carlos Salinas de Gortari de cuyo tiempo de gestión se recuerdan el levantamiento zapatista en Chiapas y el asesinato de Luis Donaldo Colosio.
Para 2006, la historia se repite, demostrando que la impunidad, la tranza y el engaño no son exclusivos del PRI: entre gritos y protestas, toma posesión el candidato del Partido Acción Nacional de quien hemos de recordar la soberbia llevada al punto de juntar más de 60 mil muertos en nombre de una “guerra” contra el narcotráfico que ni es tal, ni tiene mayor sentido que la necedad de ganar, infundiendo miedo, el “respeto” que su ilegitimidad le quitó; al punto de contestar “haiga sido como haiga sido” a la petición ciudadana de un reconteo de votos y, últimamente, coronada con su intento de vetar la Ley de Víctimas que se comprometió a impulsar frente al Moviento de Paz con Justicia y Dignidad. Sí, el fraude que nos tiene hoy entre la lucha y la tristeza, no es nuevo; lo curioso es que seguimos pensando “esta vez no sucederá”.
La noche del 1 de julio, un amigo extranjero me preguntó: “¿no se lo esperaban, no lo veían venir?”. A punto de soltar el llanto, contesté: “en México siempre creemos que no serán capaces de hacer algo más grave de lo que ya han hecho y siempre nos sorprenden; su capacidad para ser viles es inagotable”. Nos siguen cambiando el oro por espejos y, nosotros, ¿nos resistimos a dejar de ser ingenuos? Yo creo que de ingenuos no tenemos nada, lo que tenemos es el “mal del barroco mexicano”, una desesperante tendencia a cuidar las formas para ocultar lo verdaderamente importante, somos fanáticos de la estética, de lo que se ve, no de lo que sucede; calificamos de violento lo burdo, lo evidente y pasamos por alto la violencia estructural. México es el único país donde es posible decir “Disculpe usted, pero chingue a su madre”, sintomático, ¿no?
A dos semanas de haber culminado un proceso electoral lleno de “anomalías” (eufemismo para nombrar lo que no es sino robo, ultraje, engaño, trampa, tranza, violencia), algunas personas comienzan a hartarse de nosotros, de los que seguimos luchando, de los que creemos que debemos defendernos: “ay, ya, dejen de pelear, pónganse a trabajar, las marchas ensucian la ciudad, son unos revoltosos”. Pulcritud aspiracional de las clases medias mexicanas que se resignan con mucha facilidad porque, a final de cuentas, no son ellos los que padecen la violencia que subyace a los mosaicos de colores, llenos de flores, con los que adornan las lápidas de los miserables, o de los conscientes, peores para ellos porque traicionamos sus valores cuando nos interesamos por la mitad de la población a la que no pertenecemos (todavía), esa que vive en pobreza.
La Milagrosa.

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