“El
respeto al derecho ajeno es la paz”, dice esa afamadísima frase que se puede
aplicar para cuanta cosa sea necesaria en la vida. Y sí, es verdad, respetar el
derecho del otro puede ser no sólo una forma sana de convivencia, sino la
garantía de una sana existencia. No estamos solos ni es posible ejercer nuestra
voluntad a conveniencia, tal cual nos parezca. Pero a veces, definir cuál es
nuestro derecho y cuál el del otro, puede no resultar tan sencillo. Y ahí
entran cosas tan importantes como establecer un límite territorial o hasta si
se puede o no tener un perro en un edificio de departamentos: “Entre los
individuos como entre las naciones…” Las consideraciones sobre el derecho del
otro hacen que la convivencia se pueda tornar difícil y que llegue incluso a
desatar guerras personales o nacionales.
Para evitar lo anterior, el ser social ha creado
instituciones y leyes que regulen y ayuden a dirimir todo tipo de
controversias, que se transformen en un tercero con la autoridad suficiente y
necesaria para decidir cuál es la solución al conflicto. Sin embargo, pese a lo
mucho que dichas instituciones hayan avanzado en su organización y estructura a
lo largo de la historia y a los avances y progresos que en materia de derecho[1] hayan
podido realizarse, ciertos seres humanos siguen imponiendo su voluntad ante
cualquier otro o incluso ante la mayoría. El poder es un codiciado bien que
muchos hombres no dejarán de perseguir ante lo que sea.
¿Y qué hace al poder tan atractivo? A lo largo de la
historia, diversas mentes han intentado dar respuesta a esta pregunta, hallando
diferentes tipos de soluciones, pues sucede que analizar el tema nos puede
llevar a responder muchísimas preguntas sobre la naturaleza misma del ser
humano. Y es que el poder no llega solo, aunque a veces sólo se persiga el
poder por el poder; el poder trae consigo la capacidad de ejercer influencia e
imponer la propia voluntad en las materias más insospechadas. Desde el poder
para decidir qué adornos o decoración tendrá un edificio conjunto, hasta el
poder para adueñarse y beneficiarse personalmente de terrenos antes
pertenecientes a otro por el simple deseo de hacerlo. El poder otorga
beneficios, el poder permite que las decisiones de uno sean las que imperen, a
pesar de la voluntad, del deseo o incluso del derecho del otro.
México es un país cuyos ciudadanos adoran el poder como a
una divinidad, con una mentalidad que todo lo califica a partir de la influencia
que una persona pueda ejercer. Sabemos de sobra, porque lo vivimos a diario,
que aquí es admirado y respetado quien es capaz de imponer su voluntad ante los
demás, el que más palancas tenga. De ahí que no sea difícil comprender cómo un
sistema político como el priista —entre muchas otras cosas más—, sea legitimado
una y otra vez por la apatía o incluso la preferencia de la mayoría. Al
mexicano le gustan los hombres o grupos capaces de imponerse, de ejercer su
voluntad como se les dé la gana. Y para comprobarlo, basta con ver a las
figuras que exalta el imaginario popular: charros mandones y machos, mujeres
caprichosas y gritonas, “bárbaras”; pillos y bribones que se salen con la suya
sea como sea… presidentes y partidos que se hacen valer pese a todo, con las
mismas prácticas de siempre en plena “era de la información”. Al mexicano le
gustan los hombres duros, que saben mandar o que encuentran la manera para
hacerlo pese a lo que sea. Los “chingones” son los que se salen con la suya a
como dé lugar, imponiéndose o engañando a los demás, da igual. Por eso es muy
difícil que valores como la democracia, la tolerancia y el respeto lleguen a
ser adquiridos o valorados por la mayoría, porque la democracia, la tolerancia
y el respeto implican poner la voluntad común y el derecho del otro por encima
de los propios deseos o necesidades.
Sí, es verdad que el deber primario de cada hombre es
consigo mismo. Nadie que no sea capaz de amarse, procurarse y valorarse puede
conquistar nada, y es seguro que no vivirá una vida plena y feliz. Empero,
entre el respeto al propio yo y el respeto al otro hay una línea muy delgada
que puede ser vejada si uno no se anda con cuidado. Respetarnos personalmente y
procurarnos implica mucho más que sólo satisfacer nuestras necesidades o
deseos, implica ser leales a lo que somos y a lo que nos inspira, implica
evolucionar y desarrollarnos continuamente. Sin embargo, la única manera de
aprender y evolucionar es a través del aprendizaje y el aprendizaje no puede
estar separado de la convivencia con otros. El hombre aprende de sí mismo, es
verdad; el hombre que trabaja en sí mismo y convierte su propio análisis en la
forma para entender al universo, es un hombre libre y pleno. La auto
observación es un camino seguro para la transformación, pero también es cierto
que sin el otro difícilmente podremos aprender, incluso de nosotros mismos.
Pasa que la convivencia nos da la capacidad de transformar a los otros en
espejos que nos revelen importantes claves sobre nuestra esencia y la del
universo. Narciso no puede saber quién
es si su cara no se le revelara en el espejo del agua, pero si sólo es capaz de
contemplar su propia cara en el espejo del agua, terminará ahogándose en su
propia imagen. El otro, “la otredad”, es la clave para nuestro propio
crecimiento y si no somos capaces de valorarlo, difícilmente seremos capaces de
comprender que al respetarlo nos beneficiamos a nosotros mismos.
Damiana.
[1] Veáse
“El Derecho”, en este mismo blog: http://memoriayfraude.blogspot.mx/2013/01/el-derecho_4.html
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