Normalmente escribo
los domingos a la hora que puedo. Hoy es 6 de enero, y hoy en la madrugada un
montón de niños, teniendo fe en una costumbre, recibieron regalos. No soy muy a
fin al consumismo desmesurado (y mucho menos después de que hace un par de años
tenemos ahora, el llamado “Buen fin”), pero he de admitir que al ver tantos
niños con unas sonrisas al pasearme por la calle, la mayoría de ellos llevando
su juego a las calles, me conmueve. En honor a esto transcribiré un capítulo de
El Principito de Antoine de Saint Exupéry. Cada vez que leo ese libro, recuerdo
intentar que el llamado “niño interior” no se decepcione de mí. Y pues ahí va,
el capítulo X del Principito, por este día de reyes.
X
Se encontraba en la región de los asteroides 325, 326,
327, 328, 329 y 330. Para ocuparse en algo e instruirse al mismo tiempo decidió
visitarlos.
El primero estaba habitado por un rey. El rey, vestido de púrpura y armiño,
estaba sentado sobre un trono muy sencillo y, sin embargo, majestuoso.
—¡Ah, —exclamó el rey al divisar al principito—, aquí
tenemos un súbdito!
El principito se preguntó:
"¿Cómo es posible que me reconozca si nunca me ha
visto?"
Ignoraba que para los reyes el mundo está muy
simplificado. Todos los hombres son súbditos.
—Aproxímate para que te vea mejor —le dijo el rey, que
estaba orgulloso de ser por fin el rey de alguien. El principito buscó donde
sentarse, pero el planeta estaba ocupado totalmente por el magnífico manto de
armiño. Se quedó, pues, de pie, pero como estaba cansado, bostezó.
—La etiqueta no permite bostezar en presencia del rey
—le dijo el monarca—. Te lo prohibo.
—No he podido evitarlo
—respondió el principito muy confuso—, he hecho un viaje muy largo y apenas
he dormido...
—Entonces —le dijo el rey— te ordeno que bosteces.
Hace años que no veo bostezar a nadie.
Los bostezos son para mí algo curioso. ¡Vamos, bosteza
otra vez, te lo ordeno!
—Me da vergüenza... ya no tengo ganas... —dijo el
principito enrojeciendo.
—¡Hum, hum!
—respondió el rey—. ¡Bueno! Te ordeno tan pronto que bosteces y que no
bosteces...
Tartamudeaba un poco y parecía vejado, pues el rey
daba gran importancia a que su autoridad fuese respetada. Era un monarca
absoluto, pero como era muy bueno, daba siempre órdenes razonables.
Si yo ordenara
—decía frecuentemente—, si yo ordenara a un general que se transformara
en ave marina y el general no me obedeciese, la culpa no sería del general,
sino mía".
—¿Puedo sentarme? —preguntó tímidamente el
principito.—Te ordeno sentarte —le respondió el rey—, recogiendo
majestuosamente un faldón de su manto de armiño.
El principito estaba sorprendido. Aquel planeta era
tan pequeño que no se explicaba sobre quién podría reinar aquel rey.
—Señor —le dijo—, perdóneme si le pregunto...
—Te ordeno que me preguntes —se apresuró a decir el
rey.
—Señor. . . ¿sobre qué ejerce su poder?
—Sobre todo —contestó el rey con gran ingenuidad.
—¿Sobre todo?
El rey, con un gesto sencillo, señaló su planeta, los
otros planetas y las estrellas.
—¿Sobre todo eso? —volvió a preguntar el principito.
—Sobre todo eso. . . —respondió el rey.
No era sólo un monarca absoluto, era, además, un
monarca universal.
—¿Y las estrellas le obedecen?
—¡Naturalmente! —le dijo el rey—. Y obedecen en
seguida, pues yo no tolero la indisciplina.
Un poder semejante dejó maravillado al principito. Si
él disfrutara de un poder de tal naturaleza, hubiese podido asistir en el mismo
día, no a cuarenta y tres, sino a setenta y dos, a cien, o incluso a doscientas
puestas de sol, sin tener necesidad de arrastrar su silla. Y como se sentía un
poco triste al recordar su pequeño planeta abandonado, se atrevió a solicitar
una gracia al rey:
—Me gustaría ver una puesta de sol... Deme ese
gusto... Ordénele al sol que se ponga...
—Si yo le diera a un general la orden de volar de flor
en flor como una mariposa, o de escribir una tragedia, o de transformarse en
ave marina y el general no ejecutase la orden recibida ¿de quién sería la
culpa, mía o de él?
—La culpa sería de usted —le dijo el principito con
firmeza.
—Exactamente. Sólo hay que pedir a cada uno, lo que
cada uno puede dar —continuó el rey. La autoridad se apoya antes que nada en la
razón. Si ordenas a tu pueblo que se tire al mar, el pueblo hará la revolución.
Yo tengo derecho a exigir obediencia, porque mis órdenes son razonables.
—¿Entonces mi puesta de sol? —recordó el principito, que jamás olvidaba su
pregunta una vez que la había formulado.
—Tendrás tu puesta de sol. La exigiré. Pero, según me
dicta mi ciencia gobernante, esperaré que las condiciones sean favorables.
—¿Y cuándo será eso?
—¡Ejem, ejem!
—le respondió el rey, consultando previamente un enorme calendario—,
¡ejem, ejem! será hacia... hacia... será hacia las siete cuarenta. Ya verás
cómo se me obedece.
El principito bostezó. Lamentaba su puesta de sol
frustrada y además se estaba aburriendo ya un poco.
—Ya no tengo nada que hacer aquí —le dijo al rey—. Me
voy.
—No partas —le respondió el rey que se sentía muy
orgulloso de tener un súbdito—, no te vayas y te hago ministro.
—¿Ministro de qué?
—¡De... de justicia!
—¡Pero si aquí no hay nadie a quien juzgar!
—Eso no se sabe
—le dijo el rey—. Nunca he recorrido todo mi reino. Estoy muy viejo y el
caminar me cansa. Y como no hay sitio para una carroza...
—¡Oh! Pero yo ya he visto. . . —dijo el principito que
se inclinó para echar una ojeada al otro lado del planeta—. Allá abajo no hay
nadie tampoco.
—Te juzgarás a ti mismo —le respondió el rey—. Es lo
más difícil. Es mucho más difícil juzgarse a sí mismo, que juzgar a los otros.
Si consigues juzgarte rectamente es que eres un verdadero sabio.
—Yo puedo juzgarme a mí mismo en cualquier parte y no
tengo necesidad de vivir aquí.
—¡Ejem, ejem! Creo —dijo el rey— que en alguna parte
del planeta vive una rata vieja; yo la oigo por la noche. Tu podrás juzgar a
esta rata vieja. La condenarás a muerte de vez en cuando. Su vida dependería de
tu justicia y la indultarás en cada juicio para conservarla, ya que no hay más
que una.
—A mí no me gusta condenar a muerte a nadie —dijo el
principito—. Creo que me voy a marchar.
—No —dijo el rey.
Pero el principito, que habiendo terminado ya sus
preparativos no quiso disgustar al viejo monarca, dijo:
—Si Vuestra Majestad deseara ser obedecido
puntualmente, podría dar una orden razonable. Podría ordenarme, por ejemplo,
partir antes de un minuto. Me parece que las condiciones son favorables...
Como el rey no respondiera nada, el principito vaciló
primero y con un suspiro emprendió la marcha.
—¡Te nombro mi embajador! —se apresuró a gritar el
rey. Tenía un aspecto de gran autoridad.
"Las personas mayores son muy extrañas", se
decía el principito para sí mismo durante el viaje.
Enrique Burgot
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