martes, 15 de enero de 2013

El bien por convicción



A veces se piensa que hacer las cosas bien es un trabajo heroico, casi, casi imposible. Sí, la mayor parte aspira al bien aunque muchas veces le parezca en realidad un asunto de idealismo. Porque ha de saber que la palabra “idealismo” está relacionada con todo lo que es imposible y hasta utópico, inalcanzable; muy bonito pero absurdo. Idealizar significa “Elevar las cosas sobre la realidad sensible por medio de la inteligencia o la fantasía.” (DRAE). Ello aunque el idealismo en sentido estricto no sea sino una aptitud de la inteligencia para idealizar, así como una condición de un sistema filosófico que tiende a considerar la idea como esencia misma del ser, es decir, una forma de pensar que hace a la idea el centro de lo humano, su condición principal. Ser idealista, en el sentido estricto —filosófico—, significa que son nuestras ideas las que definen nuestro ser social, individual y hasta real. Sí, porque en su forma más radical el idealismo implica que construimos el mundo a través de nuestras ideas y que vemos lo que somos capaces de entender y percibir: lo que nuestros ojos ven es producto de lo que nuestras ideas nos dictan.

Pero volvamos al tema que hoy nos toca: hacer el bien. Saltándonos las consideraciones, ya de por sí difíciles, sobre lo que es el bien y lo que no lo es, partamos del punto en el que tenemos ya definido lo que es bueno y no o, digámoslo así: lo que es más conveniente y lo que no lo es. Definir que está bien y que está mal nos puede llevar a considerar un montón de cosas, y es ahí donde surge en realidad todo el sentido que damos a nuestros actos en lo individual y también en lo colectivo. Pero, vuelvo a lo mismo, hagamos como que ya sabemos perfectamente qué está bien y que está mal —como quien dice “no nos hagamos tontos”—.  Aun sabiendo o habiendo definido que está bien y mal, hacerlo es una cosa muy distinta: sabemos que está bien comer frutas y verduras diariamente en lugar de comida chatarra, pero a veces el antojo es más fuerte; sabemos que no está nada bien dar mordidas, pero eso puede evitarnos perder el tiempo y el dinero en arreglar el asunto por la vía legal y establecida; sabemos que hacer ejercicio es importante, pero a veces no hay ni tiempo ni ganas de ponernos a hacer nada porque las obligaciones del día dificultan muchísimo cualquier otra cosa. Al final, después de fracasar una y otra vez en lo que está bien, no queda más que decir que hacer bien las cosas es idealista. De tal modo, aquello que sabemos que no debemos hacer se transforma en un lugar común, en costumbre y en paradigma; vamos por la vida acostumbrándonos  a “lo malo” y llegamos a considerar que lo correcto ya no es el bien, porque no es costumbre. Lo peor es que esa costumbre se transforma en valor de la mayoría, porque unos y otros, igual que solapamos nuestra propia desidia e inconsistencia, solapamos la de los demás, y llegamos a considerar que aquellos que sí hacen “el bien”, son los raros, los que están fuera de la costumbre, los que atentan contra el paradigma o de plano son los idealistas y locos. Y así, olvidamos que lo que está bien no se definió como tal nada más porque a alguien se le hubiera ocurrido hacer las cosas difíciles, sino porque hay todo un sentido de convivencia y hasta de salvaguarda de la integridad de los sistemas y de las personas. No se hace el bien nomás porque sí, sino porque hay cosas que se sostienen gracias a eso: la salud, la sana convivencia, la legalidad, etc.

Cuando el ser humano decide qué opción tomar ante una determinada situación operan mecanismos internos muy importantes: por una parte está la consciencia, esa que todavía sabe lo que está bien pero le ha sido tan negado que poco a poco ha ido apagando su voz; por la otra está la inteligencia, esa que también ha sido acallada porque tiende a cuestionar y argumentar en contra de la comodidad y la aparente conveniencia a corto plazo. Sin darnos cuenta, haciendo lo que no está bien, en realidad atentamos contra nosotros mismos y dejamos de lado esas voces que no son sino la llamada de auxilio y el instinto de supervivencia del espíritu que nos avisa sobre el peligro que estamos corriendo. Desde un asunto tan simple como no comer bien ni tener hábitos sanos, hasta cosas tan complejas como formar parte de un estilo de vida que tiende a solapar actos corruptos en pro de “valores” más prácticos y redituables, hacer el bien es un asunto vital.

Voy a poner un ejemplo de lo que estoy diciendo: en el ambiente empresarial, y en general el comercial, es muy común escuchar la frase “negocios son negocios”. Vea usted si no: los empresarios exitosos son respetados como personas que saben imponerse, que son inteligentes y que se salen con la suya; para quienes hacer negocios es una cuestión aparte de cualquier otra cosa. Este tipo de hombres y mujeres son personas con un “colmillazo”, a las que nadie hace tontos, que son implacables y salvajes y que “no se tientan el corazón” a la hora de hacer negocios. Una práctica muy común de esos hombres de negocios es dar compensaciones especiales a sus clientes. Hablo de actos tan inocentes como regalar botellas en fin de año hasta dar valiosos incentivos para motivar la compra. Éste es un asunto muy delicado, lo sé, y no es que yo quiera ser la voz de la conciencia y la moralidad de nadie. Juzgue usted mismo mis palabras y decida si es o no cierto o correcto lo que estoy diciendo. Es verdad que las ventas rigen lo social para la humanidad, gracias al comercio fue posible fundar civilizaciones y es el comercio alrededor de lo que giran los esfuerzos productivos de la sociedad: vivimos vendiendo. En el afán de vender, el ser humano hace uso de recursos de todo tipo, desde discursos apantalladores y convincentes, hasta tratos especiales a sus prospectos para motivar la compra. Es muy común que los negocios se cierren en grandes comilonas para consentir al cliente. Y cuando ni los argumentos ni los tratos especiales son suficientes, queda un último recurso: dar algo más a cambio. Supongamos que el agente de ventas de la empresa tal busca convencer al encargado de compras de una organización; ha intentado todo cuanto está a su alcance para convencerlo, el cliente mismo sabe que el producto es bueno, pero aún así no se decide; entonces, el vendedor de pronto descubre que quizá su cliente lo que necesita es algo más: un incentivo. Las organizaciones trabajan a través de las ventas por comisión, los vendedores en realidad se llevan un gran porcentaje de sus ganancias por las comisiones de lo que pueden vender. Una gran compra implica una gran comisión e incentivar al encargado de compras con parte de la comisión puede llegar a ser el último recurso —o en muchísimos casos el primero— para lograr la venta. Aparentemente, el asunto no tiene nada de malo, en realidad, ambas partes salen ganando. Sin embargo, la realidad puede ser otra: el producto o servicio, que es la esencia misma de la venta, ha quedado completamente de lado. Lo menos importante ya no es si es más barato, si es mejor o si es lo conveniente, sino el beneficio personal que pueda dejar a quien realiza la compra, es decir, quien menos se beneficie será la organización que represente. Lo cual, a su vez, deja de lado la libre competencia, la productividad y la calidad quedan de lado.

Pero, después de analizar esto, ¿por qué digo que es conveniente hacer el bien? Simple: porque a largo plazo o incluso a mediano, las cosas que están bien hechas, terminan siendo más benéficas que cualquier otra. Sin embargo, la realidad es que pocos o muy poquísimos, hacen las cosas bien. Si el encargado de compras de la Delegación Tal, del Distrito Federal, comprara los mejores materiales e insumos para obras públicas, dejando de lado el jugoso incentivo que el proveedor le da, quizá las carreteras y espacios públicos tendrían un menor desgaste y servirían durante más tiempo. Y ya no hablemos de la subsistencia de pequeñas y medianas empresas o nuevos negocios. Empero, la realidad es otra: vivimos haciendo frente o arreglando cosas que por no haber sido bien hechas en su momento hoy nos saltan a la cara para ser arregladas. En cambio, si hubiésemos hecho las cosas bien desde un principio, en lugar de tener que arreglar cosas hoy quizá podríamos construir cosas nuevas, avanzar. ¿Resulta más claro ahora por qué digo que hacer el bien es conveniente? Si todos dejáramos de lado esa actitud ridícula de que hacer el bien es idealista y heroico, y nos transformáramos cada uno en locos y utópicos, quizá el mundo cambiaría. Lo cierto es que es difícil a corto plazo y no vemos que a la larga va a terminar siendo más difícil todavía, como quien dice, tenemos visión de hormigas, no somos capaces de ver más allá de nuestra nariz.

Quiero pensar que algún día dejaremos de actuar mal no porque nos vaya a ir mal —porque esa es moral de amaestramiento, de premio y castigo y es una moral fundada en la conveniencia y la falta de inteligencia—, sino porque estamos convencidos de que queremos el bien. Me resulta difícil pensar que alguien hace el mal porque está convencido del mal, igual que los que hacen el bien convencidos del bien son una minoría aplastante. No creo que el agente de ventas o el encargado de compras de quienes hablé, sean personas que procuren el mal con una convicción absoluta de ello, son simplemente personas que se han visto inmersas en una situación determinada y no han sabido tomar las decisiones adecuadas o no han tenido el valor para hacer lo que consideran que es correcto. Por eso, más que de idealistas, el bien es asunto de valientes, de inteligentes y de seres libres. ¡Enhorabuena por esos seres!

Damiana

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