lunes, 6 de mayo de 2013

La Hora de las Decisiones

Por Alicia Murillo



Son las doce, la hora de las decisiones. La primera la tomamos entre todas, nos vamos, por consenso. Mañana casi todas madrugamos, así que después de la última ronda, nos despedimos. Ahora son las doce y diez, y la hora de las decisiones aun no ha terminado. La segunda cuestión la debo resolver yo sola, taxi o paseo. Decido andar porque hoy llevo mis hombros y mis rodillas cubiertas. Además me pasan por la mente algunos sustos del pasado. Me visualizo sola, adentro de un coche, con un hombre desconocido. Al final me digo que es mejor pasear acojonada que ir adentro de un coche acojonada, sobretodo porque me jode pagar 7 euros y al final voy a ir igualmente muerta de miedo. Así es para una mujer volver a casa después de pasar una noche con amigas.

Mientras camino pienso en muchas cosas, pienso en mi tozuda decisión de no ser  acompañada a casa nunca más por nadie. En los talleres de autodefensa siempre dicen que es bueno evitar las situaciones peligrosas, pero también te dicen que es bueno empoderarte y salir a la calle siendo consciente de que el espacio público también nos pertenece. No sé si ambas cosas son compatibles. Yo me hago un lío cuando las pienso a la vez. También pienso en las posibilidades de ser oída desde los balcones si grito. Y sigo tomando decisiones. Decido tomar tal calle y no tal otra, en función de la posibilidad de ser escuchada desde los balcones si algún hombre me agrede, me roba o intenta violarme. No estoy paranoica, por lo visto, es ser precavida, y, simplemente estoy en el camino a casa, una noche cualquiera, en una ciudad cualquiera. Es la vuelta a casa, después de las doce, de una mujer cualquiera.

En el camino me cruzo con otras personas. A veces tengo ganas de abrazar a las mujeres. Nuestras miradas se encuentran con complicidad, y me veo reflejada en la congestión de su expresión. Encogemos el cuerpo, las mujeres, al caminar, de noche, solas. Es como si quisiéramos disminuirnos, como si intentásemos hacernos minúsculas. Quizás por llegar a hacernos invisibles, o puede que por reducir las áreas susceptibles de agresión. En cualquier caso, nuestra expresión es ridícula, y yo quiero caminar sin contraer la musculatura de mi rostro y de mi cuerpo. Pero no puedo. No se debe estar afuera de casa después de las doce, porque el lobo se come a caperucita, y porque los zapatos de cristal, esos que siempre imaginé tan incómodos para bailar con un príncipe, se pierden. Pero yo ya quiero enfrentarme al lobo. Y voy tomando voluntariamente las decisiones que creo más equivocadas.

Busco las calles más oscuras, el camino más largo, el más solitario. Quiero experimentar la sensación de pasear por la ciudad después de las doce, sin tomar ni una sola decisión que obedezca a la prudencia., al miedo. Quiero saber qué siente un hombre después de las doce, cómo camina por la vía pública alguien con un pene entre las piernas, quiero comprender qué es eso que el falo ofrece, qué valor oculto me hicieron enterrar a base de cuentos de hadas. Quiero entender qué es vivir sin miedo.

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Hoy comparto este texto, este pequeño monólogo. ¿Qué les pareció?

Enrique Burgot
 

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