¿Cómo se sale uno de sí mismo? ¿Cómo se saca uno la tierra que trae dentro, su lengua, sus costumbres, su familiaridad? ¿Cómo? Hoy mi país despertó en un cuento de terror, al menos a mí me parece eso. Que conste, por favor, que ya me pregunté cómo hace uno para escapar de sí mismo, porque yo no puedo. Y porque no puedo ni quiero escapar de mí ni escapar de mi país, porque renunciar nunca puede ser una opción, entonces hablaré a partir de mí. Éste es mi testimonio.
México está de luto, México llora por muchos de sus rincones. El mundo, tal vez, también llora con México porque, seamos claros, nada ni nadie está aislado, aceptémoslo. Como dice esa bella caricatura de Mafalda que ahora circula por las redes sociales, que se han convertido en los muros de lamentación personal de muchos y también en sus trincheras, el mundo llora porque “le duele el México”. Como un órgano que se enfermó de gravedad, que adolece porque la infección lo invadió. En fin, no quiero ponerme a divagar. Yo estoy adolorida, a mí me duele la realidad de este país, me decepciona, me da horror, me asquea, me da vergüenza, me da pena, me da lástima… y en medio de todos esos sentimientos que me tienen encerrada sin bañarme y sin ganas de comer, trabajando desde mi madriguera, me pregunta mi conciencia desde lo más hondo: ¿Y tú quién eres para avergonzarte?, ¿de qué estás hecha?, ¿de dónde sacaste que alguien debía complacerte?, ¿quién te crees tú para estar decepcionada…?
No hay respuesta, sólo la cabeza que se agacha en señal de humildad, sólo las ganas de hacer algo, lo que sea, de reaccionar ¡Hacer algo, ya! De pronto vienen los recuerdos de todos esos momentos que pude aprovechar para hacer algo, pero que mi confort o mi miedo me impidieron tomar. No hay nada qué hacer ahora, parece que es tarde. Hay que cambiar de estrategia, pronto.
México es muchos Méxicos, eso ya todos lo sabemos, esa frase retórica que sirve para explicar de forma sencilla, pero apantalladora todos nuestros problemas y también nuestras rarezas, ya la tenemos bien aprendida. Pero México con todas sus caras, con todas sus voces, con todas sus ideas no es tan complejo como queremos creer, al menos, no puede ser tan complejo como para no saber comunicarse, eso creo. Hoy, que la decepción nos amarga a muchos, que las ganas de escapar del tema que se ha convertido en una costumbre en los últimos meses, que el hartazgo o la necesidad imperante de que los demás acepten pronto la derrota para poder disfrutar el triunfo y la estabilidad del país, se hacen imperiosas, hoy que México amaneció sumido en la pausa de nuevo, en el letargo, que recibió un nuevo golpe, no basta con decir que México tiene muchas caras para explicar lo que pasa, para poder aceptarlo.
Porque, de qué sirve tener esa pluralidad de ideas, esa riqueza de recursos ideológicos si no es posible que se comuniquen, que tiendan puentes para enriquecerse y dialogar. México no dialogó estas elecciones. Unos y otros nos sumimos en nuestra postura, vimos a nuestros respectivos candidatos o nuestros respectivas opciones —voto nulo o indiferencia—, como la mejor opción. Creímos en los milagros de la tele o también, por qué no decirlo, en los de las redes sociales, en su ilusión de pluralidad —¿no somos acaso cada uno quienes escogemos a nuestros amigos o a nuestros líderes de opinión en las redes y, por tanto, creamos comunidades afines a nosotros?—. Cada uno vimos para el lado que quisimos sin ser capaces de dialogar, y quienes sí fueron capaces o tenían la disposición de dialogar se enfrentaron con muros gigantes que no era posible atravesar. ¿De qué le sirvió a México que el empresario que cuida su dinero hablara con sus amigos los empresarios y los convenciera de estar de su lado? ¿De qué le sirvió a México que el intelectual se dirigiera a sus iguales o a su público cautivo, ese bien educado que siempre lo sigue? ¿De qué le sirvió a México que cada uno estuviera entablando su soliloquio con su muro o lanzando consignas o chistes picudísimos contra Peña Nieto o la Gaviota? ¿De qué? No sirvió de un carajo, creo yo, porque cada uno cerró sus oídos al otro, porque cada uno tomó lo que mejor le sonó del otro y prefirió encerrarse con los suyos a ver quién ganaba la final. Pero, no quiero ponerme a generalizar, sí, es cierto que hubo miles que hicieron un ejercicio de conciencia real y que se abrieron a nuevas posibilidades. Duele que no hayan sido suficientes. Duele que la pluralidad de ideas no fuera una riqueza, sino un obstáculo.
¿Por qué es triste lo que está pasando?, ¿por qué la llegada del PRI resulta más una tragedia que un alivio, si al final esto significa que ya acabó todo, que habrá estabilidad —según claro, quienes votaron por dicho partido—? Porque uno tiene la sensación, que no se puede quitar ni habiendo ganado, de haber sido parte de una burla, de que el partido estaba arreglado desde hace más de 6 años; porque uno siente que lo entretuvieron como espectador de circo y que se gastaron su lana nomás para hacerle al cuento. Lo peor, lo que le da al traste incluso a las ganas de pelear es que hay quienes, pese a las evidencias cada vez más claras de un atropello orquestado bajo la maquinaria más precisa, prefieren apoyar o quedarse callados, convirtiéndose así en un muro contra el que se estrellan quienes queremos hacer algo. Los mexicanos hoy olvidamos que quien de verdad juega a ganar busca la victoria, pero sabe que la victoria no es lo mismo si no se gana limpia. La verdadera victoria, la honesta, te llena el corazón y el alma de alegría, te inflama hasta lo más hondo. Esto no es una victoria, esto es un atropello burdo, simplón y sin chiste, ¿así a qué sabe?
Hay quienes, para calmar los ánimos, preguntan cómo es que uno está tan seguro de que el PRI es el mismo, que no ha cambiado. La respuesta no puede ser más simple. Ni siquiera es necesario mencionar la larga lista de atropellos, escándalos y crímenes de los priistas más famosos del momento —Yarrington, Moreira, El Gober, Montiel, por mencionar lo menos—, o los años de represión más duros de la historia del controversial partido. Basta y sobra con los meses de campaña de Enrique Peña, esa carrera que todos conocemos, y que algunos prefirieron ignorar creyendo que el castigo que debían dar al PAN bien valía la pena, aunque pusieran al país en riesgo. Igual que una mujer que lleva a toda su familia a vivir con un hombre que aún no es capaz de explicar cómo murió su esposa y que empleó él mismo la represión para mantener la famosa estabilidad que hemos puesto siempre por encima de todo.
Hoy, quienes fuimos sorprendidos por la realidad del 1 de julio, las conciencias mexicanas que sobrevivimos, que recibimos el día como una cachetada que nos reveló la verdad, comenzamos una resistencia, pacífica, sí, aunque dentro del alma tengamos ganas de combatir y de provocar la revolución, hartos de respetar la famosa estabilidad, hartos también de la mojigatería del país. Se trata de una resistencia ideológica, mediante la que cada uno ejerce, a través de lo que mejor le sale o lo que más le gusta hacer, una protesta.
Cada uno habla “como le va en la feria”, es cierto, cada uno respondemos a la idea que tenemos de nosotros mismos, a lo que vemos a través de nuestra propia visión y vamos por la vida reflejándonos en cada cosa, mirándonos en ideologías, personalidades y símbolos para identificarnos, es decir, “hacer que dos o más cosas en realidad distintas aparezcan y se consideren como una misma” (RAE). Por eso, a veces no es posible salir de uno mismo para poder hablar, y terminamos convertidos en islas que dialogan dentro de los límites de su territorialidad, emitiendo, sin darse cuenta, un soliloquio.
Una parte de México despierta adolorida a la realidad, la otra, aletargada, ¿seremos capaces de hallar concierto, de tender puentes, de dialogar como no fuimos capaces cuando era vital? Yo, por mi parte, comienzo a hablar.
Damiana.
Comparto todo.
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