martes, 7 de agosto de 2012

El cambio y la interpretación


Partimos de la unidad para recobrar el sentido de las partes y, una vez que éstas han sido recobradas, volvemos a la unidad. Un sistema es una estructura conformada por diversas fracciones que le dan sentido y unidad a través de reglas y funciones. Es decir, en un sistema un componente está relacionado íntimamente con el otro y su existencia y la función que desempeña es lo que da sentido y orden a la estructura que en conjunto forman.
Las sociedades son, sin lugar a dudas, el mejor ejemplo de sistemas que podemos observar. Cada institución, individuo o grupo, conforma una de las partes de dicho sistema y sus roles dentro de la estructura global hacen las veces de las funciones sistémicas. Ahora bien, para que pueda mantenerse la estructura que han conformado es necesario que sigan ciertas reglas. En el caso de las sociedades, dichas reglas son una convención, es decir, algo que en conjunto se acordó, pero también son una imposición, algo que no podemos elegir hacer o no, pues la autoridad emanada de algunas partes de dicho sistema —en este caso, las instituciones—, una vez que la convención se ha  consolidado, nos obliga a ello.
Ya he hablado en ocasiones anteriores sobre la forma en que los sistemas cambian y, si no, me referiré a ello nuevamente: los paradigmas. Los paradigmas son modelos de acción, comportamiento o pensamiento que rigen a una sociedad o sistema social en determinado momento, sirven para que dicha sociedad halle concierto y se encauce en la persecución de un fin común. Un paradigma es lo que nos permite saber qué es bueno y qué es malo, de acuerdo claro con los cánones sociales; subyace a las reglas pues no necesariamente tiene que estar inscrito en una carta magna o formar parte de una institución, forma parte del inconsciente colectivo y son los mitos y las tradiciones lo que lo hace prevalecer. Por ejemplo: hasta hace algunos años, la unión en pareja era bien vista sólo si recurría al matrimonio para consolidarse. Las leyes no necesariamente castigaban a quien no se casara —aunque en cierta medida sí imponía ciertas trabas a las parejas que no lo hacían como una forma de coerción—, pero estaba “muy mal visto” no hacerlo y el señalamiento social orillaba a que muchas parejas decidieran casarse.
Los paradigmas no son permanentes, están en constante cambio, evolucionan. Hace falta que una sola de las partes de un sistema comience a moverse en dirección contraria a la que normalmente se hacía para que toda la estructura se colapse. Piense usted en un edificio, un muro —y si llega a su mente la canción “The Wall” de Pink Floyd, entonces sí que estaremos comunicándonos—, ahora mire cada uno de sus ladrillos. Si uno solo fuera diferente, probablemente el muro se caería; por eso es que se necesitan los paradigmas, para mantener la estabilidad de todo el muro, cuando uno solo de los ladrillos cambia, es necesario replantearse toda la forma del muro y quizá toda la construcción. Y es por eso que la sociedad reacciona de forma terrible ante la idea de un cambio o una diferencia: porque puede significar la caída de todo cuanto conoce hasta ese momento.
Y sí, usted y yo, lector, sabemos que el cambio no necesariamente implica la destrucción. No, significa quizá que la forma va a mutar, a transformarse, a convertirse en otra cosa, a dejar de ser tal y como la conocemos, pero no necesariamente a dejar de existir. Quien sólo es capaz de ver el minuto siguiente, obviamente pensará que las cosas van a dejar de ser si cambian, pero quien tiene la capacidad de observar verá que la destrucción no es posible. Si usted recuerda bien, seguro pensará en esa frase que es ya un lugar común: “todos fuimos alguna vez parte de una estrella” [1], ni la materia ni la energía se crean o destruyen, sólo se transforman.
En fin, lector, hoy me he puesto demasiado reflexiva. No es para menos, éste es quizá uno de los pocos espacios que tenemos para hacerlo y si dejo de reflexionar quizá pierda la cordura. ¿Piensa que exagero? Yo no lo creo, le diré porqué y al mismo tiempo le diré también porqué he comenzado así mi columna de la semana: dentro de un sistema social, las partes que integran ese todo no son ladrillos sin cerebro incapaces de cambiar de forma. No, las partes que integran un sistema social son mentes creativas y reflexivas, capaces de interpretar y darse forma a sí mismas. ¿Cómo es entonces que un sistema social se mantiene vigente..? Modas, estereotipos, paradigmas, transmitidos a través de instituciones, tradiciones, valores, modelos educativos y… ¡medios de comunicación! Así es, la comunicación es la principal vía para lograr el consenso, para lograr que lo que uno piensa se transforme en el pensamiento colectivo, para lograr que los símbolos se conviertan en parte del ideario general y también para que las sociedades puedan existir y sus miembros funcionar. Por eso es que todos debiéramos estar conscientes de que la comunicación es la base de todo lo que podamos materializar a nivel social y que sin ésta no podemos hacer nada, lo cual nos convierte en seres que sólo pueden obedecer, seres inertes sobre los que se asienta toda la estructura, como los ladrillos de una pared. La comunicación, querido lector, comienza con la interpretación, un acto en el que, igual que hacen nuestros órganos cuando comemos, descomponemos en cada una de sus pequeñas partes lo que percibimos, tomando lo más nutritivo para alimentarnos. El espíritu y la mente también se alimentan: de emociones y de ideas; eso es lo que se conoce como sabiduría y conocimiento. ¿De qué se alimenta usted?
Si sólo somos capaces de ingerir ideas y tragárnoslas como quien consume una hamburguesa a todo galope sólo para calmar su hambre, entonces quizá poco a poco nuestro cerebro y, lo que es peor, nuestro espíritu, vayan atrofiándose sin remedio y estén camino a la parálisis o a la insuficiencia: a enladrillarse. En fin, eso es sólo una metáfora, espero que sepa a qué me refiero. Tener la capacidad de interpretar es lo que nos hace vivir, es lo que nos da el conocimiento y es la base de nuestra evolución. Si no interpretamos y si no usamos ese conocimiento que la interpretación va a darnos, estamos condenados a repetir y reafirmar las ideas de los demás, las ideas ya convenidas. Lo cual significa que el sistema, nos guste o no, se mantendrá tal y como está.
Hace algunos años, pensemos en la década de los sesenta, México vivió sucesos que todos recordamos como parte de un camino que hemos emprendido en la búsqueda de la democracia. Sí, me refiero a los movimientos estudiantiles y también a las guerrillas. El sistema imperante —y al decir sistema me refiero simple y llanamente a lo que ya describí—, afirmaba un statu quo que a todas luces mantenía la estabilidad y la bonanza de una parte de la sociedad en contraposición con otra. Miles de personas murieron muchas veces en las peores condiciones a fin de lograr un cambio, de sacar de la inmovilidad al país, para que, muchos años después, en el 2000 tuviéramos la ilusión del cambio. Hoy, esa lucha ha sufrido un descalabro: hemos vuelto a donde partimos, permitimos que llegara al poder nuevamente aquello contra lo que se luchó: la injusticia, el autoritarismo, el abuso.
En México impera un sistema basado en los siguientes poderes: el crimen organizado como principal rector, la oligarquía empresarial y política corrupta y los medios de comunicación. En realidad, las tres son caras de la misma cosa: el autoritarismo. Las formas en que sus acciones se legitiman son muy variadas, principalmente lo hacen a través del fortalecimiento de los paradigmas que les permiten mantener a todos los integrantes del sistema en orden y funcionando de acuerdo con las reglas marcadas. Y sí, querido lector, las telenovelas y los programas de comedia sí son formas de difundir paradigmas de manera simple y efectiva. Si usted digiriera una a una las partes de lo que se está tragando a través de la televisión, quizá se daría cuenta que sabe tan bien como una hamburguesa de cadena.  Si en lugar de llegar a ver televisión para que le anestesie un poco el cerebro y lo relaje, usted abre un libro, posiblemente se encontraría con un fabuloso filete y quizá no volvería a ver la televisión con el mismo apetito.
Ahora que ha tenido la amabilidad de reflexionar todo esto conmigo e interpretarlo según sus propias ideas, quizá llegue a la misma conclusión que yo: el cambio sí comienza en cada uno, hay que trabajar en lo individual para lograr que todo el sistema cambie, para que podamos vivir en una sociedad verdaderamente armónica. Lo importante para que eso suceda es que el cambio no se quede en usted, cambie por completo y asegúrese de que ese cambio llegue a los demás, asegúrese de comunicarlo y hacer que sus acciones logren llegar a algún lado. No se quede en su casa esperando a que las cosas cambien porque usted ya cambió. ¡Aviéntese, el sistema se está fracturando por todos lados, éste es el momento de lograr que cambie por completo! Elija qué cambio quiere.

Damiana.


[1] Gataca (1997), Andrew Nicol.


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