lunes, 14 de enero de 2013

Casa de recuerdos


Habrá que salir de nosotros mismos.

El sol está encima de la casa de recuerdos. Una estructura cónica, su rojizo pico se clavaba en el suelo, mientras la base se alzaba en alto, mirando al sol cada medio día, mirando a la luna cada media noche. Rodeada por un patio singular, una arena romana guardando en su interior a feroces bestias, ancestrales y aún así fuertes, hambrientas de recuerdos, sus colas se mueven como el péndulo esperando su libertad para empezar la caza.

Adentro unas escaleras de espiral, empezando de la puerta en el pico de la casa, se alzan pasando por todos los rincones del edificio, dando a conocer innumerables puertas que, a su vez, muestran innumerosos cuartos. Al mirar hacia arriba pareciera interminable la estructura. Los cuartos guardan en su interior recuerdos de todos tamaños y edades; lugares, momentos o seres. Algunos cuerpos completos, otros mutilados. Había otros con el daño de esas fieras, su cuerpo borroso, mudo, cojo, pequeño. Estaban los jóvenes, los más ágiles para escapar de los animales, a veces la nitidez de su ente, cercana a la realidad afuera de la casa. Los recuerdos sólo morían por las bestias; estas no dejaban nada al matar a alguno, celosas los devoraban cruentamente por completo.

Fuera de todo eso, la casa siempre estaba llena de vida. Las risas, los llantos, las pláticas, los juegos llenaban el lugar. Las escaleras nunca estaban vacías, los recuerdos no se rendían ni siquiera por el paso de la noche. Seguían saliendo de sus pequeños cuartos para dejar su huella en la casa. A veces los recuerdos de lugares utilizaban su magia para encantar una parte de las escaleras, haciéndole creer, a los recuerdos de personas, el sentimiento de estar en otro lugar. Los sabores encantaban a los recuerdos de animales, los aromas volaban por ahí inmiscuyéndose en la nariz de otro. Pero los más seductores, los más eróticos, eran los recuerdos del tacto, incitando a cualquiera a meterse con ellos. Entre todos esos millones de huéspedes se encontraba uno, el más fuerte de todos, el más claro de todos, uno de los más viejos, el padre de todos, estaba yo.

Todos vivían en armonía por el conocimiento de su muerte, dejarían su huella antes de desaparecer en la boca de alguna fiera, dejarían su huella antes de correr por su vida, antes de que las rejas se abrieran y empezara la caza en la casa. ¡Irónico lugar! A veces pasaban días antes de soltarlos, a veces salían con cada movimiento del sol o luna. Entonces los atávicos saldrían de sus jaulas, se meterían a la casa y recorrerían el espiral hacia arriba, arrasando con todo aquel descuidado, torpe o viejo. Los cuartos no servían de nada, por el pelaje de las bestias, soltando pelos, atorando las cerraduras, estropeando las puertas para no salir en mucho tiempo, o tal vez nunca. Luego se adormecían y perdían fuerza, era entonces cuando los recuerdos los tomaban por el cuello y los regresaban a sus jaulas, sólo hasta llenarse, y perdieran fuerza.

Era mediodía y los animales se soltaron. Hacía mucho no habían tenido la libertad, ahora todos confiados, nadie advirtió la perdición. Yo estaba parado hasta abajo a unos escalones de la puerta, con uno de los más viejos. Primero, sigilosas entraron por la puerta, cuando el viejo volteó la cabeza para arreglarse el poco cabello que le quedaba, vio las bestias con su invisibilidad corpórea, su cola de péndulo, su sonrisa de tres dientes y sus dos ojos redondos, uno blanco y el otro oscuro, de seis pupilas cada uno inspirando miedo a todos aquellos que pudieran ver su rítmico movimiento. No pudo reaccionar, pero yo sí.

Corrí lo más rápido que mis piernas podían proporcionarme, empujándome de los otros, pisándoles la cara, mientras lloraba precisamente por ellos. Escuchaba los gritos de los débiles e impotentes, olvidando sus muertes, lloraba porque sabía de la ausencia de ellos. Ya no sabía de sus formas, olores, líneas, matices, sonidos, sabores, texturas; sólo sentía el vacío, sólo lloraba por mi crueldad con ellos, tratando de salvarme a cuestas de los demás. Así era todo el tiempo en la caza de la casa de recuerdos, prefiriendo salvar el recuerdo de mí.

Enrique Burgot.

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