Son las doce, la hora de las
decisiones. La primera la tomamos entre todas, nos vamos, por consenso. Mañana
casi todas madrugamos, así que después de la última ronda, nos despedimos.
Ahora son las doce y diez, y la hora de las decisiones aun no ha terminado. La
segunda cuestión la debo resolver yo sola, taxi o paseo. Decido andar porque
hoy llevo mis hombros y mis rodillas cubiertas. Además me pasan por la mente
algunos sustos del pasado. Me visualizo sola, adentro de un coche, con un
hombre desconocido. Al final me digo que es mejor pasear acojonada que ir
adentro de un coche acojonada, sobretodo porque me jode pagar 7 euros y al
final voy a ir igualmente muerta de miedo. Así es para una mujer volver a casa
después de pasar una noche con amigas.
Mientras camino
pienso en muchas cosas, pienso en mi tozuda decisión de no ser acompañada a casa nunca más por nadie. En los
talleres de autodefensa siempre dicen que es bueno evitar las situaciones
peligrosas, pero también te dicen que es bueno empoderarte y salir a la calle
siendo consciente de que el espacio público también nos pertenece. No sé si
ambas cosas son compatibles. Yo me hago un lío cuando las pienso a la vez.
También pienso en las posibilidades de ser oída desde los balcones si grito. Y
sigo tomando decisiones. Decido tomar tal calle y no tal otra, en función de la
posibilidad de ser escuchada desde los balcones si algún hombre me agrede, me
roba o intenta violarme. No estoy paranoica, por lo visto, es ser precavida, y,
simplemente estoy en el camino a casa, una noche cualquiera, en una ciudad
cualquiera. Es la vuelta a casa, después de las doce, de una mujer cualquiera.
En el camino me cruzo
con otras personas. A veces tengo ganas de abrazar a las mujeres. Nuestras
miradas se encuentran con complicidad, y me veo reflejada en la congestión de
su expresión. Encogemos el cuerpo, las mujeres, al caminar, de noche, solas. Es
como si quisiéramos disminuirnos, como si intentásemos hacernos minúsculas.
Quizás por llegar a hacernos invisibles, o puede que por reducir las áreas
susceptibles de agresión. En cualquier caso, nuestra expresión es ridícula, y
yo quiero caminar sin contraer la musculatura de mi rostro y de mi cuerpo. Pero
no puedo. No se debe estar afuera de casa después de las doce, porque el lobo
se come a caperucita, y porque los zapatos de cristal, esos que siempre imaginé
tan incómodos para bailar con un príncipe, se pierden. Pero yo ya quiero
enfrentarme al lobo. Y voy tomando voluntariamente las decisiones que creo más
equivocadas.
Busco las calles más
oscuras, el camino más largo, el más solitario. Quiero experimentar la
sensación de pasear por la ciudad después de las doce, sin tomar ni una sola
decisión que obedezca a la prudencia., al miedo. Quiero saber qué siente un
hombre después de las doce, cómo camina por la vía pública alguien con un pene
entre las piernas, quiero comprender qué es eso que el falo ofrece, qué valor
oculto me hicieron enterrar a base de cuentos de hadas. Quiero entender qué es
vivir sin miedo.
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Hoy
comparto este texto, este pequeño monólogo. ¿Qué les pareció?
Enrique
Burgot
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