De noche
se oía la voz de los que se habían muerto. Sí, a Rufino le costaba entender
aquellos clamores, pero lo cierto era que tenía ya un rato que venía oyéndolos.
No sabía si una semana o dos, la cosa era que desde hacía un tiempo no dejaba
de escuchar esas voces, también los gritos. La milpa estaba llena de susurros.
A él no lo hacían tonto, lo sabía, ese campo debía estar lleno de muertos. De
seguro los de La tribu ya lo habían agarrado para ir a botar desperdicios y por
eso era que escuchaba eso. No les tenía miedo, no era eso, pero escuchar esos
ruidos cada noche de veras que no le gustaba, como que le entraba algo, como
que le daba una desazón que no se le quitaba con nada. Por eso, mejor se salía
todas las noches a ver a la Marcela, después de dos o tres revolcadas, más o
menos se calmaba. Eso sí, para poder hacer aquello necesitaba una buena dosis
de su medicina y eso le salía caro. Sí, era parte de la paga, pero de todos
modos sentía como que estaba desperdiciando parte de la mercancía cuando se la
tomaba él mismo. Además, sabía que si seguía así no iba a terminar bien, esa
era una forma de amarrarse por completo a aquello y luego él saldría perdiendo.
Si le seguía, iba a llegar el momento en que ya no trabajara por la lana, sino
por la pura mercancía. Andaba preocupado. Pero es que las pinches voces no se
le salían de la cabeza. No, no era miedo lo que le causaban, era que de veras
eran muy insistentes las cabronas. Les había dado por anidársele a él en la
cabeza y ora nomás no veía como sacárselas. De un tiempo para acá, después de
otras dos semanas, le había dado mejor por el alcohol. Se había hecho buen
tomador del güisqui, su compa Rogelio se lo había enseñado. Ese con el nombre
difícil de pronunciar era el que más le gustaba. Él pensaba que eran los
muertitos, porque primero eran nomás vocecillas sin sentido, ecos como de
dolor, como cuando ya después de que los interrogaron mucho los agarrados
empiezan a dejar de gritar como pinches locos y lo que les sale son susurros,
cosas como “ya, por favor, te lo juro que yo no fui, digo lo que quieras pero
ya no le sigas, te lo suplico manito”. Pero últimamente las chingadas voces ya
tenían nombres, eran todos los viejos compas que había dejado de lado, las
muchachas que se había agarrado, a las que había gozado chido y después había
tenido que callar. Total que el pobre de Rufino ya no hallaba qué hacer con sus
voces. Se ponía a ver películas, a escuchar música a todas horas, con el
volumen bien fuerte a ver si así sí se callaban pero nada, las cabronas voces
no desaparecían por más que quisiera. Con eso cada vez era más difícil
trabajar. Luego de otras dos semanas, las voces ya no se escuchaban sólo en la
noche, ahora también en el día, cuando estaba trabajando, en cualquier momento
en que no estuviera con alguien o se concentrara en algo importante, las voces
lo asaltaban, nomás era cuestión de que dejara de hacer algo para que se le
aparecieran. No le decían nada, no era a él al que se dirigían. Decían toda
clase de pendejadas, que si no querían morir así, que si ellos no habían sido,
que si tenían familia, que si sus hijos los estaban esperando, puras mentiras.
Rufino lo sabía, aquello no eran más que pinches mentiras. Todos esos cabrones
que ahora estaban chingándolo día y noche eran unos pinches traidores hijos de
la chingada y desgraciados, que se merecían eso y más. A él no podían hacerlo
pendejo, los conocía muy bien como para que quisieran jodérselo. Lo malo era
que ahora no podía quitarse sus voces de la pinche cabeza, ya ni el güisqui ni
la medicina ni los revolcones lograban sacárselo. La peor pinche voz era la de
la vieja, esa no la conocía, esa sí no sabía de quien era. La pinche loca esa
no dejaba de repetirle que debía de irse a sembrar otra vez, que lo estaba
esperando el campo. ¡Pendeja vieja! Como si ahí el campo todavía se pudiera
sembrar, como si los pinches maíces pudieran de verdad quitarle el hambre.
Hacía ya años que de eso no se vivía. Sus papás se lo habían heredado y estaban
necios con que le siguiera, que disque ellos habían peleado por esa tierra y
que era lo único que les iban a dar a él y a sus hermanos. Luego de pelearse
entre todos por las pinches tierras, se había dado cuenta de que no servían
para ni madres, el pinche maíz no daba pa comer. Nadie se lo compraba a lo que
valía y luego de años y años de estar ahí, dándole, había llegado don Pánfilo,
primero le dijo que se fuera con él por las buenas, que le compraba sus tierras
para que dejara ya de sufrir, no quiso, su vieja estaba preñada y quería vivir
ahí y tener al crío. Un día se fue a la milpa y cuando regresó vio en la puerta
la cabeza de su vieja. Lo demás era historia pasada, se había ido a buscar a
don Pánfilo pa matarlo y no había conseguido más que le pusieran la chinga de
su vida. Tras varias semanas encerrado, don Pánfilo había conseguido lo que
quería. Le pagó las tierras en más del doble de lo que valían y le dio esa
chamba: ir y entregarles todas las mañanas a unos clientes suyos la mercancía y
de vez en cuando, ayudarle con los que como él se ponían rebeldes. ¡Y las
chingadas pinches voces no se callaban! ¿Hasta cuándo iba a dejar de
escucharlas? Ya lo tenían hasta la madre. Lo peor era que ora ya ni trabajar
podía, por eso se había encerrado en ese motel de cuarta. Se había subido a la
troca y había manejado todo lo que podía, llevaba consigo un chingo de medicina,
toda la carga de ese día, más la lana de la cobranza de un día antes. Le había
pagado al encargado por adelantado y ya llevaba ahí dos días. Sabía que lo iban
a ir a buscar, pero prefería creer que tardarían todavía en llegar. Se acordó
de su vieja, se acordó de lo que era dormirse abrazado a un cuerpo y despertar
sin voces, quería volver a vivir sin las pinches voces. Cerró fuerte los ojos,
nomás le dio tiempo de escuchar la pistola tronar. Las voces se habían ido a
enterrar de nuevo a la milpa.
Damiana.
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