Por Enrique Burgot.
Hoy recuerdo un incidente que alguna
vez me ocurrió en el camino del metro Rosario o metro Politécnico de regresando
a casa. Era algo tarde ya. Soy de las personas que fácilmente se pueden dormir
en el transporte público, esta es una de las actividades que desde niño he ido
perfeccionando: quedarme dormido en algún transporte. Me dicen mis padres que solo
era necesario llevarme en auto para que todo el camino quedara dormido. No es
una cuestión de confianza y créanme que si pudiera evitarlo lo haría; me
refiero a quedarme dormido en el transporte público. Sí, es peligroso.
Continúo: Recuerdo regresar a casa
tarde en un camión de esos grandes, de los que hay muchos en el Estado de
México; de esos en los que a varias personas les desagrada viajar porque saltan
mucho. Y he de decir, también, que asaltan mucho. También me parece que estas
rutas viajan a grandes velocidades, y esto es más común a altas horas de la
noche y sí, hay veces que, gracias al miedo a la velocidad a la que viajan, me
agarro fuertemente del tubo más próximo, con todas mis fuerzas.
Esa noche no era de
esas que viajaba con miedo. Todavía no. Viajaba dormido, ya cerca de donde
bajo. Medio desperté. Ahora debo aclarar que también, en esos camiones grandes,
me gustaba viajar en los asientos de hasta atrás, de esa fila de asientos que
es una sola para cuatro o seis personas, y me gustaba sentarme en medio. Esto
también tiene una explicación sencilla, y es que como me duermo fácilmente, no
me agradaba que me estuvieran despertando para ceder espacio para que la gente
pasara a sentarse al lado, para que no perturbaran tanto mi sueño. Me quedaba
dormido, ahí, en medio, con las piernas estiradas, profundamente y, como
oriental, despertaba justo antes de llegar a mi destino.
Esa noche no fue de
esas. Esa noche desperté antes de llegar, antes de lo que solía despertar,
porque estaba escuchando algo raro al lado de mí. Un sonido repetitivo, como de
sexo. Abrí poco los ojos. Volteé a mi izquierda, de donde creía que provenía el
sonido. Y vi la mirada de un hombre. El hombre me miraba. Y vi que se estaba
masturbando. Me veía mientras se masturbaba. En el rincón derecho del camión,
el hombre se tocaba el miembro tan frenéticamente. Y a esa hora casi no había
personas en el camión.
Hice algo indebido.
Me paralicé. Cerré los ojos, intenté dormirme de nuevo, y pensar que eso no
estaba ocurriendo. No pude dormir de nuevo, intenté ver de reojo para el otro
lado, en dónde iba. Todavía faltaba un poco. Sí, debí haber gritado. Debí haber
alzado la voz. En vez de estar ahí cinco minutos fingiendo que dormía y que no
había visto al hombre. Y sin embargo antes de irme, volví a fijarme. Me levanté
rápido, miré hacia él y él no dejó de hacerlo. Toqué y bajé corriendo.
Si eso me ocurrió alguna
vez, si eso me cambió de cierta manera (por ejemplo, ya no me agrada sentarme
hasta atrás; prefiero que me molesten para despertarme que quedarme hasta atrás
con algún tipo así), ahora me imagino un poco el mundo en el que vive una
mujer. En la ciudad en la que vive una mujer. En donde todo el tiempo, las
mujeres son, por decirlo de alguna manera, calificadas por la mirada de un
hombre. Son escaneadas. Donde fácilmente, todos los días hay algún hombre que
decide (sí, DECIDE) aprovechar de la situación tan íntima del metro, para estar
manoseando a una mujer, mientras los cuerpos se empujan en el colectivo. Está
es una de las razones por las cuales empezó el proyecto de la violencia de
género. Sólo una experiencia de varias que después describiré.
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